el tarro de los bolígrafos
Algunas veces simplemente el verlos
apiñados en su cilíndrica formación
me repele: humildes, erectos,
mudos y expectantes en su
enjuagada jarra de miel: mi carcaj
de desprendidos aguijones. (O un ramillete
de mentiras y de intenciones sin usar).
Pilotos, zánganos, obreros. La Reina está
molesta. La logia vertical
de los que trabajan duro, reunidos
en posición de firmes como si creyeran
que toda la tinta del mundo sería suficiente
para cubrir la primera sílaba
de toda la confusión de un corazón.
Esta gruesa estilográfica desearía
con todo su elástico corazón
que yo fuera un chico de granja
cuyo padre analfabeto
la rescata del retrete
tras haberse caído del pantalón del chico:
el hombre escarbando con sus botas
a la luz de un farol, ahí abajo en la fosa.
Otra pluma se esfuerza en recobrar
los caracteres de las miles
de lenguas del mundo que han muerto desde 1900,
florituras, espirales, salpicaduras
de pincel y arabescos:
las huellas de unas especies extinguidas.
El padre le da un manguerazo a las botas
y tras dejarlas en el granero
junto al pantalón y la camisa
entra en la cocina,
sosteniendo el pequeño y recuperado
símbolo de la confección de símbolos.
Oh, camada de rascadores de líneas,
vainas de plástico para el alma, habéis
durado más que las espadas—vosotras,
las garras y las alas de las manos.
.
.
//
teclado
Un piano incorpóreo. Los auriculares otorgan
al que toca las teclas una cierta soledad
en el interior de su música; grítale y no se
volverá:
la imagen de un alma que piensa dar la espalda
al mundo.
Apolo en su piel de serpiente despelleja vivo al
músico
ingenuo: Marsias adquirió entonces sensibilidad
suficiente
para sentir en cada roce el mundo entero. En
África
los invasores llevan machetes para amputar las
manos
y tal vez hagan elegir a la víctima, «mangas
largas o cortas».
Shahid Ali dice que les ocurrió a los tejedores
de Cachemira:
acabar con el arte. Solo hay un cierto número de
historias.
La Pérdida. El Elegido. E incluso antes El
Viaje,
La Transformación: la fruta de cualquier árbol,
la puerta
de cualquier aposento, menos este—y el alma
codiciosa,
la cuchilla del torno. El Ejército Rojo
destrozaba pianos,
pero una vez capturaron a alguien de las SS que
sabía tocar.
Le sentaron al piano y se llevaron los dedos
a la garganta para explicarle que iban a matarle
cuando dejara de tocar, y así durante dieciséis
horas
bebieron y lo destrozaron todo mientras el nazi
tocaba las teclas.
La gran Canción del Mundo. Cuando se desplomó
sollozando frente al instrumento le golpearon la
cabeza
y le reventaron los sesos. Orfeo despiadado
regresa
de nuevo a su teclado para improvisar un planto:
los pequeños gemidos de placer de ella, bla bla,
la zona
tras su oreja, lilas bajo la lluvia, un acorde
suspendido,
una frase igual que una polilla volando indecisa
a la luz de la luna,
Oh, perdida Eurídice, bla bla. Su arcaica cabeza
continuó cantando tras arrancarla del cuerpo:
el cuerpo, viejo y largo compañero, sostén—la
esencia
de las naranjas, la-la-la, el aroma de los
almendros,
el sabor de las aceitunas, su falda de paño. El
grandísimo
anciano poeta dijo, ¿Qué deberíamos ponernos
para el recital—corbata?
¿O mejor sin corbata, cuello alto? La cabeza
a flote se gira hacia Apolo para cantar y Apolo,
el lagarto de fuego de ojos gélidos, recorre las
teclas.
[De Música del golfo, Farrar, Straus and
Giroux, New York, 2007]
Traducción de Andrés Catalán
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© Eric Antoniou
Robert Pinsky (New Jersey, 1940) es un poeta,
ensayista y traductor norteamericano. Nombrado Poeta Laureado de los Estados
Unidos en 1997, es uno de los poetas más populares del país: en 2002 llegó a
aparecer en un capítulo de la serie de animación Los Simpsons. Es autor de una decena
de poemarios, entre los que destacan An Explanation of America (1981), Jersey Rain (2000) y Gulf Music (2007). Ha traducido a
Dante y a Czeslaw Milosz y en la actualidad es profesor de escritura creativa
en la Universidad de Boston.
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