22.3.10

juan malpartida / 2 poemas

Narciso

A ver, a ver, me digo, mientras subo las escaleras de mi casa, mientras bajo las escaleras para salir a la calle, a ver a ver, me digo al sentarme en esta mesa a escribir, al abrir un nuevo o viejo libro. Ah, aquella vieja bacteria, o aquella célula eucariota, tan lejana y, sin embargo, aquí mismo tras unos millones de años de evolución y déjame que yo lo hago mejor, muto, me adapto al medio, y me afirmo y me complico. Y ahora miren el ojo, desde la retina compuesta de calcita del trilobites al de la mosca: barroca catedral en cuyo centro baila un delicioso grano de azúcar. Y dicen que es sólo por vivir, complejidades del gen para mantener su élan afirmativo pese a quien pese, aunque Bach y el tiempo que Proust recobró sub specie literaria… A ver, me digo mientras cierro los ojos y caigo en los brazos de la primera muchacha, en el paleolítico. A ver, esta tarde en la que decido no hacer nada salvo reírme de Buda, de Sócrates, de Cristo, del progreso y de la nostalgia, de las mañanas de domingo del franquismo, de los libros que he coleccionado como si fueran la eternidad en pedazos, sabiendo que la eternidad es opuesta al tiempo, que es el vivir. Y luego sufro por el pájaro que se posa en mi balcón, y por el buey cuyo fragmento he devorado al mediodía, y por el hambre de los animales y el hambre del hombre. Un día los árboles, cansados de nuestras aceras y asfaltos, nos ahogarán: se confabularán para no producir oxígeno, ese detritus que respiramos a pleno pulmón. Los árboles y las plantas suspenderán un rato su vieja tarea de fotosíntesis, y al fin se quedarán solos, sin los animales, cierto, sin el hombre, verdísimos al fin de clorofila, ocupando los nichos que antes hemos explotado. Alguna flor echará de menos al insecto, a la boca que traga y defeca donde nuevamente germina, pero a cambio se extenderán por el planeta, ya sin tráfico, ni ruidos, ni cortadoras de césped. A ver, a ver, me digo. Pero me compadezco, mientras bajo a la calle a buscar una botella de vino y un poco de jamón, me compadezco porque los genes se han empeñado en dotarnos de una laringe más baja, con ese huesito hioides, en fin, para que hablemos y así, de unos a otros, nos pasemos la información, sujeta a la memoria y al error, a las lenguas y las mutaciones, las correcciones, las notas a pie de página, los diálogos y sus comentarios ergotistas, el verso yámbico, el juglaresco, la boba admiración de los conceptos, la música que recrea y enamora, la energía igual a la masa por el cuadrado de la velocidad de la luz, la dilatación del tiempo, en fin: ¿sabe el gen que con una cierta organización de la materia y del lenguaje, con nuestro dos pares de veintitrés cromosomas, se está contemplando en las fluidas aguas del tiempo? Ah, qué tarde tan melancólica.


Mar

Próximas o lejanas, siempre fueron las mismas aguas, rumor en las fronteras, memoria de la lluvia en la agitación de la noche, calma entre reinos en discordia. Nunca hubo otro día, siempre es éste que reúne ondas, espirales, tubos de tiempo, calles donde pulula el deseo, bosque de coníferas. Es una proa que al abrir cierra, espacio diminuto o inmenso en la vertical del ahora.

Nunca hubo otro mar.

Todo amenaza con derrumbarse y, sin embargo, todo se sostiene, sobre nada. Suena una música, dentro, fuera: son las siete y media de la tarde de un día de junio. Hace nada un viento que creí furioso azotó los cristales. El sol se abría paso entre fugaces nubarrones.

Ahora escribo, afirmo que el ahora es la hora en la que escribo. Es sólo una llave, una pequeña puerta, en sí misma inane. Proa jalonada por vientos a la deriva.

Puesto que el azar es el monarca de la república de lo necesario, yo podría ser otro: el que muere de hambre y sed en este instante, en Moscú o Delhi, el que articula leyes o el que las incumple, tal vez ambos; aquel que se afana con tesón y piedad en aliviar la carga del prójimo creyendo que la fraternidad deviene de lo alto, o de la identidad o de la especie, que habla. Pero haga o deshaga lo que es o podría haber sido, no soy la Historia, sino un archipiélago de memoria.

Pero sin tribu ¿quién sería memoria, quién deseo, quién la carta y el que la lee? La mirada que recorre la ciudad, recuerda; como recuerda el joven que en una esquina del bar descubre a la absoluta desconocida, esa que ya siempre, como una voz que retrocede, inventa su identidad, pronuncia tu verdadero e insospechado nombre.

Sólo hubo un mar futuro en un presente a la espera de olas que no pasan, instantes abierto por un idioma de cristales rotos. En su extremo, en su propia herida que el deseo convierte en arco, sólo somos ficciones en la cadena de los actos: ristras de causas y efectos. Pero así sea un guijarro frente a los números cósmicos, somos la herida y el gozo, el ojo que se ve mirar en la noche, somos un poco de tiempo que arde.

Mi reloj, mi cuerpo desvivido en la fútil esperanza del otro lado, ignorante de que todos los mares son este mar que me envuelve y conduce mientras afirmo el placer o el desprendimiento. Velamen en cuyo empuje inclino el cuerpo haciendo saltar surcos de espumas; voces que cantan el cuento, para todo, para nada.




Juan Malpartida (Marbella, 1956) es poeta, narrador y crítico literario. Ha publicado, entre otras obras, Poesía. 1986-1996 (Ediciones sin nombre, México, 1996) y A favor del tiempo. Antología poética (prólogo de J. Doce; FCE, 2009), las novelas La tarde a la deriva (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2001), Reloj de viento (Artemisa, 2008) y los libros de ensayo La perfección indefensa. Ensayos sobre literaturas hispánicas del siglo XX (FCE, 1998) y Los rostros del tiempo (Artemisa, 2007).

4.3.10

rainer maria rilke / worpswede (fragmento)


[…] Quien tuviera que escribir la historia del paisaje se hallaría por de pronto abandonado a merced de lo extraño, lo distinto, lo inconcebible. Estamos acostumbrados a contar con figuras, – y el paisaje no tiene figura, estamos acostumbrados a deducir actos de voluntad de los movimientos, y el paisaje no expresa una voluntad cuando se mueve. […] El paisaje se eleva sin manos y no tiene rostro, – o en cambio es todo rostro y resulta terrible y opresivo para los seres humanos por la grandeza e inmensidad de sus rasgos, como por ejemplo esa «aparición espectral» en la famosa lámina del pintor japonés Hokusai.

Pues confesémoslo: el paisaje nos es algo extraño y uno está terriblemente solo entre árboles que florecen y entre arroyos que pasan. A solas con una persona muerta, uno no está ni de lejos tan abandonado como a solas con los árboles. Pues por muy misteriosa que sea la muerte, más misteriosa aún es una vida que no es nuestra vida, que no se interesa por nosotros y, en cierto modo sin vernos, celebra sus fiestas, a las que asistimos con un cierto apuro, como invitados que llegan por casualidad y que hablan otro idioma. […]

El ser humano corriente, que vive con los seres humanos y sólo ve la naturaleza en la medida en que ella se refiere a él, rara vez se da cuenta de esta relación enigmática e inquietante. Ve la superficie de las cosas que él y sus semejantes han producido desde hace siglos y cree de buena gana que la tierra entera participa de él porque se puede cultivar un campo, aclarar un bosque y hacer navegable un río. Su ojo, enfocado casi únicamente a los seres humanos, ve además a la naturaleza como algo existente y dado por supuesto, que ha de ser explotado todo lo posible. Los niños ven de otra manera a la naturaleza; sobre todo los niños solitarios, que crecen entre adultos, se adhieren a ella con una especie de congenialidad y viven en ella, como los animalillos, entregados del todo a los acontecimientos del bosque y del cielo y en una armonía inocente y aparente con ellos. Mas por eso viene luego para los adolescentes y las chicas jóvenes esa época solitaria, sacudida por profundas melancolías, en la que justo en los días de maduración corporal, indeciblemente abandonados, sienten que las cosas y acontecimientos de la naturaleza ya no participan de ellos, y que los seres humanos todavía no lo hacen. Llega la primavera, aunque están tristes, florecen las rosas y las noches rebosan de ruiseñores, aunque querrían morir, y si por fin vuelven a sonreír, entonces ya están ahí los días del otoño, los pesados, por así decir perpetuamente declinantes días de noviembre, tras los que llega un invierno largo y sin luz. Y por el otro lado ven a los seres humanos, del mismo modo extraños e indiferentes, con sus negocios, sus preocupaciones, sus éxitos y alegrías, y no lo entienden. Y finalmente los unos se conforman y van con los humanos, para compartir su trabajo y su suerte, para ser útiles, para ayudar y servir de algún modo a la extensión de esta vida, mientras que los otros, no queriendo abandonar la naturaleza perdida, la siguen e intentan ahora, conscientemente y recurriendo a toda una voluntad acumulada, volver a estar tan cerca de ella como lo estuvieron, sin saberlo realmente, en la infancia. Se entiende que éstos últimos son los artistas: poetas o pintores, arquitectos o compositores, solitarios en el fondo que, al volverse hacia la naturaleza, prefieren lo eterno a lo pasajero, lo profundamente regular a lo efímeramente fundado, y que, ya que no pueden convencer a la naturaleza de que participe de ellos, conciben como su tarea captar la naturaleza a fin de incorporarse ellos mismos en alguna parte de sus grandes nexos. […]

Bajo este punto de vista, parece como si el tema y la intención de todo arte residieran en la compensación entre lo individual y el todo, y como si el momento de la elevación, el momento artísticamente relevante, fuera aquel en que ambos platos de la balanza se mantienen en equilibrio. Y de hecho sería tentador acreditar esa relación en diferentes obras de arte; mostrar cómo una sinfonía funde las voces de un día tormentoso con el rumor de nuestra sangre, cómo un edificio puede ser mitad imagen nuestra y mitad imagen de un bosque. Y hacer un retrato, ¿no significa ver a un ser humano como un paisaje, y hay algún paisaje sin figuras que no esté del todo lleno por hablar de quien lo ha visto? Se dan aquí relaciones maravillosas. […]

Mas lo que cuenta es siempre esa relación, no menos en la poesía, que precisamente es capaz de decir más sobre el alma cuando da paisaje, y que tendría que desesperar de decir lo más profundo de él si el ser humano se encontrara en esos espacios desmesurados y vacíos en que Goya gustaba de ubicarlo.


El arte conoció al ser humano antes de ocuparse del paisaje. Delante del paisaje estaba el ser humano y lo tapaba, la Madonna estaba delante de él, la amable y dulce mujer italiana con el niño que juega, y detrás de ella resonaba un cielo y un país con un par de tonos como el inicio de un Ave Maria. Este paisaje que se extiende al fondo de imágenes umbrías y toscanas es como un suave acompañamiento, tocado con una sola mano, no inducido por la realidad, sino imitando a los árboles, caminos y nubes, que un recuerdo agradable ha conservado. El ser humano era lo principal, el verdadero tema del arte, y se lo adornaba, como se adorna a las mujeres bellas con piedras preciosas, con fragmentos de esa naturaleza que aún no se era capaz de ver como totalidad. […]

¿No reside ahí quizá el secreto y la altura de Rembrandt, que viera y pintara a los seres humanos como a los paisajes? Con los medios de la luz y del crepúsculo, con los que se capta la esencia de la mañana o el secreto de la tarde, hablaba de la vida de aquellos que pintaba, y todo se volvía extenso y poderoso. En sus cuadros y grabados bíblicos sorprende casi hasta qué punto renuncia a los árboles para utilizar a los seres humanos como árboles y arbustos. Recordemos la estampa de los cien florines: ¿no se arrastra el enjambre de mendigos y tullidos como una maraña abyecta de mil brazos junto a las murallas, y no se alza Cristo como un árbol destacado y solitario al borde de la ruina? […]

Théodore Rousseau, renunció del todo a la figura, y no se la echa de menos en ninguna parte de su obra. Igual de prescindible es, en su mundo de una corrección casi matemática, el ser humano. A otros les era natural vivificar sus caminos y prados con animales andando y paciendo; con vacas cuya amplia indolencia se alzaba maciza y calma en la superficie del cuadro, con ovejas que llevaban a través del crepúsculo la luz del cielo de la tarde sobre sus lomos lanosos, con pájaros que, enteramente rodeados de aire tembloroso, se posaban en las altas cimas. Y de improviso, con los rebaños, se introdujo en los cuadros el pastor, el primer ser humano en la tremenda soledad. Quieto como un árbol se alza en Millet, lo único derecho en la extensa llanura de Barbizon. No se mueve; se alza entre las ovejas como un ciego, como una cosa que conocen a la perfección, y sus ropas son pesadas como tierra y corroídas como la piedra. No tiene vida propia o especial. Su vida es la de esa llanura y ese cielo y esos animales que le rodean. […]

Así como el lenguaje no tiene ya nada en común con las cosas que designa, los gestos de la mayoría de las personas que viven en las ciudades han perdido su relación con la tierra, están por así decir suspendidos en el aire, oscilan de un lado a otro y no encuentran lugar donde posarse. Los campesinos que pinta Millet tienen aún esos pocos grandes movimientos que son silenciosos y sencillos, y que se dirigen siempre a la tierra por el camino más corto.




En los románticos alemanes había un gran amor por la naturaleza. Pero la amaban de manera similar a como el héroe de un relato de Turguéniev amaba a esa muchacha de la que dice: «Sofía me gustaba sobre todo cuando yo estaba sentado y le daba la espalda, es decir cuando pensaba en ella, cuando la veía en espíritu ante mí, sobre todo por la tarde, en la terraza…» Quizá sólo uno de ellos la miró a la cara; Philipp Otto Runge, el hamburgués, que pintó el soto de los ruiseñores y la mañana. El gran milagro de la salida del sol no ha vuelto a ser pintado así. La luz creciente, que asciende a las estrellas silenciosa y brillante, y debajo en la tierra el campo de coles, aún del todo empapado por la copiosa hondura de rocío de la noche, en el que yace un niño pequeño y desnudo – la mañana. Ahí está todo contemplado y vuelto a contemplar. Se siente la frescura de muchas mañanas en las que el pintor se levantó antes que el sol y, temblando de expectación, salió a ver esa escena del imponente espectáculo y a no perderse nada de la emocionante acción que comenzaba. Este cuadro fue pintado con el corazón palpitante. Es un hito. Abre no uno, sino mil caminos nuevos hacia la naturaleza. […]




Pero no lejos de la región en la que Philipp Otto Runge pintó su mañana, bajo el mismo cielo como quien dice, se extiende un paisaje peculiar en el que se juntó en su día un grupo de gente joven, insatisfechos con la escuela, anhelosos de sí mismos y dispuestos a llevar su vida por su cuenta de algún modo. No se marcharon ya de allí, evitaron incluso hacer grandes viajes, temerosos siempre de perderse algo, alguna puesta de sol irremplazable, algún día de otoño gris o la hora en que después de noches tormentosas brotan de la tierra las primeras flores de la primavera. Lo importante del mundo les sobraba, y experimentaban esa transvaloración de todos los valores que antes de ellos experimentó Constable, quien en una de sus cartas escribiera: «El mundo es vasto, no hay dos días iguales, ni siquiera dos horas; ni tampoco ha habido desde la creación del mundo dos hojas de árbol que fueran iguales entre sí». La persona que alcanza este conocimiento empieza una nueva vida. Nada queda tras ella, todo ante ella y: «El mundo es vasto».

Esta gente joven, que durante años se había sentado impaciente e insatisfecha en las academias, «se agolpaba –como escribiera Runge– hacia el paisaje, buscaba algo determinado en esta indeterminación». El paisaje es determinado, sin casualidad, y cada hoja que cae cumple al caer una de las mayores leyes del universo. Esta legalidad que no vacila nunca y se cumple a cada instante serena e imperturbable hace de la naturaleza un acontecimiento para la gente joven. […]

En una de esas llanuras viven los pintores de los que va a hablarse aquí. A ella le deben lo que han llegado a ser y mucho más: a su grandeza inagotable le deben el estar llegando todavía a ser. […]

Y ahí estaban, frente a la gente joven que había venido a encontrarse a sí misma, los numerosos enigmas de esta tierra. Los abedules, las chozas del cenagal, los terrenos de brezo, los seres humanos, las tardes y los días, de los que no hay dos iguales entre sí, y en los que no hay tampoco dos horas que puedan confundirse. Y entonces se pusieron a amar esos enigmas.

En lo que sigue se hablará mucho de estas personas, no en forma de una crítica, ni tampoco con la pretensión de aportar algo acabado. Eso no sería posible; pues se trata aquí de gente que está llegando a ser, que se transforma, que crece, y que quizá, en el momento en el que escribo estas palabras, está creando algo que desmiente todo lo que antecedió. Ya puedo haber hablado de un pasado; también eso tiene valor. Informo aquí sobre diez años de trabajo, diez años de trabajo serio, solitario, alemán. Por lo demás vale también aquí la acotación que ha de presuponerse siempre que uno intenta predecir la vida de alguna persona: «A menudo habremos de detenernos ante lo desconocido».



Damos, cortesía del editor, un adelanto del libro Worpswede, de Rainer Maria Rilke (traducción de Ibon Zubiaur), que verá la luz próximamente en Ediciones Trea.

Worpswede es una pequeña ciudad alemana a 24 km de Bremen, en Baja Sajonia, que Rilke visitó con frecuencia entre 1898 y 1905, atraído por su activa colonia de artistas. Allí, en efecto, conoció a la pintora proto-expresionista Paula Modersohn-Becket y a la escultora Clara Westhoff, con quien contrajo matrimonio en 1901 (su hija Ruth nació en diciembre de ese mismo año). Worpswede, diario de su estancia en la ciudad homónima y original reflexión sobre las relaciones entre arte, literatura y paisaje, se publicó originalmente en 1902, mientras Rilke residía en París, experiencia que reflejó en uno de sus mejores libros en prosa, Los cuadernos de Malte Laurids Brigge.

Rainer Maria Rilke, Worpswede, trad. Ibon Zubiaur, Gijón, Ediciones Trea, 2010, 144 páginas · ISBN: 978-84-9704-384-7.