29.11.13



ricardo pochtar / cinco poemas inéditos


Como traductor, Ricardo Pochtar (Buenos Aires, 1942) nos ha ofrecido la palabra de otros ( El nombre de la rosa, El Gatopardo…). Desde su visión de poeta, se adentra en zonas de la realidad difusas, reacias a categorías. Su voz, sabia y por ello humilde y musical, nos revela los huecos del existir (expresión más próxima a su poesía que existencia).



¿Qué más entra
en la amalgama
del sexo
y de los sueños?
¿Cómo sucede
esa materia?
¿Por cuántas chispas
de yesca y pedernal
se pierde la gracia
de la noche?




FUGIT

Pero hay segundos
tercos, querida,
huellas insumisas
al oficio de las horas,
cuerdas tenues
que no pulsan
los meses ni los días:
en esas notas puras
que se quedan, amor,
nos va la vida.
              
                                   


ESTACIÓN MARINA

Hay una estación
del mar
no sé si cruel o avara
en la que por un azar
de la resaca
el mar, labio indeciso,
se niega a pronunciar
la orilla.

             (de El resto del azar)



La sangre de los faros
se derrama
entre la costa y la noche:
de ahí las anclas indolentes,
las peñas azoradas,
el insomnio que apenas
se quita de los barcos.

                                            


VOILA!

Tendió el brazo
y algo hizo con los dedos
porque de pronto
se oyó un chasquido,
un caleidoscopio
de sonidos,
chispas huecas
en cascada,
astillas de agua arcaica
que un instante después
ya eran de hielo:
tal vez dijo voilà
o no dijo nada
pero justo cuando iban a caerle
unas monedas
atrapó un jirón de niebla
y alzó el vuelo.
 
     (de En la pizarra de la noche, en prensa: ediciones CGP)




   ¶

Ricardo Pochtar (Buenos Aires, 1942) es licenciado en filosofía., Ha traducido libros del francés, inglés e italiano para editoriales de Buenos Aires, Barcelona y Madrid. Entre sus traducciones del italiano figuran obras de Giacomo Leopardi, Giuseppe Tomasi di Lampedusa, Leonardo Sciascia y Umberto Eco, con títulos tan representativos como El nombre de la rosa o El Gatopardo. En 2010 se le otorgó el Premio Internacional de Traducción Literaria Claude Couffon (Salón del Libro Iberoamericano de Gijón).  Junto a esta destacada trayectoria como traductor, Pochtar ha publicado los poemarios Lugar diseminado (Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1993); Clinamen (Trea, Gijón, 2006), El efecto mariposa (Trea, Gijón, 2010) y  El tamaño de los días (Amargord, 2012). En breve, aparecerá la edición de  En la pizarra de la noche, Ediciones CGP.


         



           


14.11.13



francisco fuentes / un relato




Entonces, el hombre que doblaba las rodillas hacia el sitio que no era atravesó el estudio y se sentó en mi silla transparente. Se subió encima y se plegó sobre sí mismo de una forma tan jodida que era imposible no quererle. Parecía un insecto aplastado. O un perro aplastado. O yo qué sé. Fuera lo que fuera, no daba la sensación de que pudiera vivir mucho más si no venía alguien pronto. Tenía las piernas secas como una catedral y le crujían las rodillas al caminar. Era como si le hubieran forrado de piel los huesos. Sin músculo. Sin carne. Nada. Pensé que quizá debería haberlo visto el pretencioso de J. e intentado explicar por qué cojones se movía aquel hombre y, sobre todo, cómo se mantenía en pie sin quebrarse. Seguro que hubiera dicho algo así como "claro, déjame tu correo y mañana te lo mando bien redactado". Y una mierda. Lo que pasa es que no sabes la solución y no tienes la más mínima intención de admitirlo. Los arquitectos son todos iguales. Y son así con el resto de cosas de su vida. Buscan la respuesta a escondidas y luego fingen un ataque de lucidez. Recuerdo que en aquella época yo no acababa de explicarme como mi ex mujer aún aguantaba el tirón con aquel snob. Aunque si en algún momento la hubiera entendido, ahora estaríamos juntos y yo tendría que vivir en una de esas horribles casas de campo. Puede que incluso me hubiera obligado a comprar una estúpida secadora de ropa. Una máquina que hace lo mismo que el aire, gran invento. Así que mejor dejar las cosas como están. ¿Sabes? Una vez vi los dibujos de J. Se los había regalado a mi hijo después de su operación y era como si todos estuvieran a medio hacer. Como comprenderás, en aquel momento yo no dije ni una palabra buena sobre ellos, pero debo reconocer que un poco sí que me rozaron. Con el tiempo me he ido dando cuenta de que la belleza suele estar en las cosas inacabadas. También en las cosas a medio destruir. Es posible que sea porque en realidad un dibujo a medio hacer no es un boceto de un un edificio o una calle o un coche. Quiero decir que realmente no estás dibujando una cosa a medias. En el fondo lo que estás dibujando es el tiempo. De alguna manera las cosas incompletas son la figuración del tiempo. Y quizá de ahí la tristeza que aquellos dibujos me provocaban. Aunque ese es otro tema. El caso es que el hombre que doblaba las rodillas como un saltamontes había llegado al estudio y lo había llenado todo de sí mismo en apenas unos segundos. Se puede decir que yo prácticamente no le conocía. Le había visto por primera vez un par de días antes en el Parque del Oeste, donde trabajaba limpiando estatuas. Llevaba una mochila y caminaba —si es que a aquello se le podía llamar caminar— de una figura a otra disparando agua a presión. Imaginé que habría acabado en Madrid igual que el resto de nosotros, pensando que esta ciudad se parecía más a Nueva York, y que al final se había quedado porque ya estaba aquí. Nada más. A mí me sucedió algo parecido los primeros años, pero ya se me había pasado. En ese momento yo andaba enamorado de todo esto, de las calles, y de lo bonita que es esta ciudad de noche, ya sabes, el aire frío, las luces y eso. Aunque también es cierto que necesitaba estarlo. Este lugar me permitía creer que aún podía hacer algo enorme con el resto de mi vida. Mirase donde mirase yo sentía que algo estaba a punto de explotar. Y caminaba por la calle como si fuera una estrella. Total, nadie me conocía. No sé si alguna vez te lo he dicho, pero la mayoría de la gente piensa que a las estrellas se las distingue por la ropa y eso no es así. O no del todo. Quiero decir que cualquier muerto de hambre lleva gafas de sol, ¿o no? Lo que hay que hacer es caminar como si fueras sobre un cable. Como si hicieras equilibrio todo el rato —me levanto y camino por la línea de las baldosas para que ella entienda mi punto de vista— y mirar hacia abajo como si estuvieras a punto de caer.

Ella me mira desde la cama mientras yo sigo contando la historia. Tiene los ojos de un color verde tan claro que me da miedo que le dé el sol, por si le duele. Hago muchos aspavientos con los brazos y la cara mientras hablo. Siempre lo he hecho. A veces ladeo un poco la cabeza y cierro los ojos como si eso fuera a darme la razón. Lo peor de todo es que estoy convencido de que hubiera sido un buen actor. Ella permanece callada con la sábana enrollada sobre su cabeza. Tiene diecisiete años y yo siento que es capaz de retener el sol en la boca. Sus ojos están fijos en mí y me pregunto si será la última vez que alguien me mire de esta manera. Siempre lo pienso. Cuando llego a este punto en una relación, lo pienso. Eso, y cuánto me aterra comprobar cómo se parecen a mi hermana todas la chicas que alguna vez me han gustado.

—Imaginé que aquel hombre debía de haber nacido así —continúo contando la historia mientras ella se pone su camisa— porque no tenía los ojos más rotos que el resto de personas que yo conocía. A ratos su felicidad me parecía una ofensa. Porque, a pesar de lo que diga la gente, lo que ofende no son las personas. Ni la voluntad de hacer daño. Lo que ofende es la verdad, nada más, y yo sabía que la felicidad de aquel hombre era absurdamente real. Podías tocarla. Pero no como una piedra, ni como una persona. En absoluto. Era más bien como una gelatina: podías ver a través de ella y, sobre todo, podías meter los dedos dentro.
»—Muchacho —dijo el saltamontes mirando por la ventana—, tú y yo —se quedó callado durante un momento como si algo le hubiera distraído—, tú y yo —continuó, sin dejar de mirar por la ventana— vivimos en un mundo en el que hay que meter monedas en los carritos de la compra para obligar a la gente a dejarlos en su sitio.
»Me imaginé un mundo lleno de carritos de la compra abandonados. Desubicados. Por todas partes: dentro de los portales, aparcados en batería como si fueran coches, volcados en medio de la carretera o moviéndose por los parques como vagabundos en mitad de una tormenta. No supe qué contestar. Nunca he sabido responder algo inteligente sin pensarlo antes. No tengo esa chispa. Por eso siempre pido las entrevistas por escrito. Por eso casi siempre decepciono a la gente que admira mi trabajo. Hace poco descubrí que Miró era una persona tan poco hábil como yo en ese aspecto y eso me reconfortó durante unos días. Incluso puede que durante unas semanas. Miró tenía la cabeza redonda como un balón.
»—Si quiere cambiarse aquí tengo su traje —dije mientras le acercaba la bolsa de la tintorería—. No se preocupe, no tardaré mucho. Además se está haciendo tarde y quiero que las fotos tengan algo de luz natural. Ese matiz es vital.
»El saltamontes me miró como si no me hubiera enterado de nada y empezó a ponerse el traje. Era un Gucci color marengo, con una corbata fina y una camisa de seda azul, aunque eso ya lo sabes, ya viste la foto. Todo el mundo vio la foto.  Hace tiempo que no lo hago, pero antes, cuando iba a una fiesta y estaba con gente que no me conocía, les preguntaba y todos recordaban haber visto la foto. No sé por qué necesitaba hacer eso, pero me reconfortaba. Es más fácil creer en ti mismo si hay alguien que ya cree. Recuerdo que al final decidimos que se quedara descalzo porque ninguno de los zapatos que yo había comprado le estaba bien. Luego todo el mundo dijo que aquel detalle era la clave de la foto.
»—Mi problema, muchacho —dijo mientras se abrochaba el pantalón— es que el alcohol es más barato que el cine. Además, así no tengo que aguantarme con un final condescendiente porque el director en cuestión no ha sabido matar a todos sus personajes. O peor aún, los ha matado sin clase. Es como si te preguntan que de qué quieres morir y tú respondes "pues de viejo, después de un par de años arrastrándome delgado y calvo por todos los hospitales de este país". Pues no. Yo quiero morir en un accidente de tráfico horrible. Quedarme destrozado entre dos hierros y doblado sobre mí mismo mirando al cielo. Con los talones tocándome la nuca y los brazos tan abiertos que parezca que estoy sujetando el cielo para que no se os caiga a todos encima.
»—¿Y si parece que en lugar de sujetarlo lo estás abrazando? —dije.
El saltamontes sonrió. Seguía mirando por la ventana del estudio como si el atardecer dependiera de él. Me pregunté cómo haría para sentarse al borde de una piscina y esa idea me entristeció bastante.
»—Pues no lo sé, muchacho. Espero que ahora que sabes cómo va a pasar todo, tú puedas explicárselo a la reportera que venga a cubrir mi desgraciado accidente. Ni siquiera te pido que me salves, sólo que lo expliques.
Me gustaba la sonrisa de aquel hombre.
»—Claro —dije mientras él acababa de ajustarse la corbata. Le quedó fatal, pero yo no supe colocarla y, la verdad, en ese momento me importaba más la conversación que la corbata. Luego dijeron que ese era otro de los detalles que hacían de la foto una obra maestra. Con el tiempo comprendí que todas esas tonterías que comentaron los críticos no hicieron más que darle la razón al hombre que doblaba las rodillas hacia su barriga. Me hubiera gustado poder decírselo. Llamarle una noche colocado y decirle que tenía razón en todo. En todo.
»—Ayer me acosté con una mujer. Con B. —dije—, una antigua compañera de la facultad. No pregunté, pero debe de haberse divorciado, al menos casada no está, eso seguro, porque no parecía ni tan triste ni tan contenta como para estarlo.  Tomamos unas copas cerca de la Calle Mayor y luego me invitó a su casa. Cuando subimos, vi que tenía unas camas diminutas para sus hijas y una tele enorme. Y tengo la sensación de que te refieres a algo así con lo del carrito de la compra, ¿no? Que la sociedad se está viniendo abajo y eso —sentí que por fin había dicho algo inteligente.
»El hombre que doblaba las rodillas como un animal se quedó en silencio. Limpió un poco la chaqueta del traje con la mano y sacó un cigarro del pantalón que había dejado en la silla.
»—Te entiendo, muchacho —exhaló—, pero las cosas son complejas. Si les das una infancia demasiado feliz, cuando se hagan mayores se volverán locos. Hay que tener cuidado con los niños. Si se acostumbran al aire, entonces buscarán el viento.
»—¿Y si se acostumbran al viento? —pregunté.
»El saltamontes arrugó la cara y se sentó en el suelo. No estaba pensando qué decir, si no la manera de decírmelo. Tiré un par de fotos mientras él fumaba descalzo.
»—Si alguien se acostumbra al viento ya sólo le quedarán las explosiones. Sólo las explosiones le harán sentir algo. Es como la historia del hombre aquel al que torturaron en los Balcanes durante seis años, ¿te acuerdas? Cuando le liberaron se dedicó a saltar de todos los edificios que pudo. Llegó a saltar de catorce edificios antes de morir. Siete primeros, cinco segundos, un cuarto y un quinto. Al final tenía los huesos tan destrozados que no podía andar y del último se tiró con la silla de ruedas y todo.
Hay que tener cuidado con el viento, muchacho.
»Pensé en la jodida manía que tiene todo el mundo por salvar a los suicidas, pero no dije nada. La mayoría de los suicidas sólo necesita un abrazo.  Si la gente no les hiciera tanto caso, los que quisieran saltar lo harían, y el resto buscaría formas más sanas de recibir cariño. Luego mi cabeza paró de repente y me dejé llevar. Durante un momento no entendí qué hacía aquel hombre de las rodillas raras vestido con mi traje en mitad del estudio. Era como si yo me hubiera ido y le estuviera viendo por la televisión.
»—¿Y qué pasó con tu mujer, muchacho? —dijo mirándome las manos.
»Ni siquiera me planteé por qué extraño motivo me preguntó aquello, ni tampoco por qué sabía que había pasado algo, aunque supongo que era evidente. Le conté que siempre había sido una cuestión de tiempo que nuestro matrimonio se fuera a la mierda, y que, sin duda, lo más jodido era el crío. U. tenía siete años entonces y mi ex mujer siempre se encargaba de recordarme que la culpa de que el niño estuviera enfermo era mía. Por haberla follado sin amor cuando le tuvimos. Y no sé. Puede que hubiera algo de verdad en todo aquello.
»—Aún tengo la bici del chaval en el coche —dije—, con los ruedines y todo.
Todavía hoy no acabo de comprender por qué la guardaba después de tantos meses. No sé si era porque no quería que él se diera cuenta de que nunca más iba a poder montar en bici o porque yo no era capaz de deshacerme sin más  de una etapa tan blandita de mi vida. Creo que tenerla me hacía sentir que yo estaba. Que de alguna manera yo aún seguía ahí y que en cualquier momento  podría volver a vivir en aquel hueco.
»—¿Le has visto reír alguna vez? —preguntó el saltamontes.
»—¿Cómo?
»—Que si alguna vez has visto al chico reírse de verdad. Con toda su alma.
»—Claro.
»—Entonces todo está bien, muchacho. Y tú lo sabes.
»—Ya pero a veces me da pena que sea tan inteligente. Si no fuera tan listo —dije rascándome la barba—, si no fuera tan listo todo sería un poquito más fácil de llevar. Un día le regalé una canica y, ¿sabes qué dijo? Me preguntó que por qué meten esos labios de colores dentro de ellas. Joder, todos los críos que he conocido siempre preguntan el cómo de las cosas: ¿cómo funciona una bombilla?, ¿cómo fabrican los coches?, ¿cómo nacen los niños? Pues el mío no. El mío siempre ha preguntado el porqué de las cosas, y eso es lo que más me duele, que sea tan listo. Un chico tan diferente habría triunfado en la vida. Tomé la canica de su mano y la miré. Me la acerqué al ojo y la puse hacia la luz. Le dije que lo hacían para que fueran más bonitas, que era como si hubieran capturado humo de colores dentro del cristal. Yo esperaba que sonriera y me tendiera la mano para recuperar su canica, pero no. Para nada. Me dijo que qué pena, ¿te lo puedes creer? Me dijo que si a mí no me parecía que una bolita transparente ya era bonita sin ponerle nada dentro. Joder —dije—, mi hijo es capaz de resumir la maldita esencia de la vida con sólo ocho años. No soporto que sea tan listo.
»El saltamontes me quitó la cámara y me hizo una foto.
»—Tu chico vive en ti, muchacho.
»—A veces —dije— voy al hospital y le veo dormir. Veo dormir también a mi ex mujer. Les escucho respirar durante unos minutos y me marcho. Todo es más fácil cuando están dormidos.
»—Cuando la gente que queremos duerme, los problemas se hacen más pequeños —dijo—. Hay caminos en el interior de nuestras cabezas que sólo se ven de noche. De noche nos quedamos solos, pero solos de verdad, y es en esos momentos, en los que da igual decir las cosas en alto o sólo pensarlas, pues nadie va a oírte, en los que las cosas que no encajan a la luz del día pueden llegar a encajar. Porque sólo cuando es de noche se te ocurriría intentar encajar las sombras, y no las cosas.
»Sólo había sacado dos fotografías, pero no me importaba. A pesar de que le había llamado yo, no acababa de entender de dónde diablos había salido aquel hombre. Y luego tampoco supe a dónde fue a parar. 
»La habitación ya estaba a oscuras cuando decidimos irnos. Le regalé el traje como si, de alguna manera, eso fuera a salvarme. Yo era consciente de que ese gesto no valía para nada, pero saber que una parte de mí se iba con aquel hombre me tranquilizaba. Ni siquiera se quitó el traje, sólo se puso las deportivas y metió el resto de sus cosas en la bolsa de la tintorería. Era transparente y se veía lo que llevaba. Le saqué una última foto casi sin luz. Encendió otro cigarro y bajamos a la calle.
»—Voy a coger el coche —dije—, ¿quieres que te acerque a alguna parte?
»—Ah, tranquilo muchacho, me gusta caminar. Quién lo diría, ¿verdad? Tú ves mis piernas y sólo ves esto, pero yo pienso en lo cerca que he estado de no poder andar durante el resto de mi vida. ¿Te imaginas cómo sería no poder caminar nunca más? —sonrió— Pues yo tampoco.
Le devolví la sonrisa. No tenía ni idea de qué responder a eso.
Me dio una palmada en el brazo, me guiñó un ojo y comenzó a caminar. Caminaba como una marioneta. Mientras se marchaba dijo:
»—Si vas a huir, hazlo en espiral. Y que nadie se dé cuenta.
Siguió hablando hasta que dobló la esquina pero no entendí nada más. Quizá ni siquiera estuviera hablando conmigo. 

»Cuando llegué al coche, vi que era más tarde de lo que imaginaba. Acababa de anochecer, pero ya eran casi las once y las calles se habían empezado a llenar de personas con ganas de reventarse unas contra otras. La gente se ama más cuando sale del trabajo. Pero lo que no saben es que el mundo ha estado ahí desde por la mañana. Tomé el desvío hacia la autovía y vi las luces amontonarse a mi espalda. La circunvalación, pensé, la reinvención de la rueda. Me fascina el extrarradio. Desde siempre. Incluso cuando era pequeño y ni siquiera sabía qué era aquello. Adoro ver las cosas a lo lejos. Las torres más altas de la ciudad, que antes eran unas y ahora son otras, las ventanitas encendidas donde hay personas trabajando, y las viviendas de ladrillo, con las luces apagadas, y sólo el parpadeo azul de los televisores y la secreta esperanza de que mañana alguien se muera o se case para poder ir a un sitio diferente.
Me imaginé a U. en el hospital.
»—Quizá deberíamos pedir un cambio de habitación, para que sienta que algo se mueve —no me había dado cuenta pero había empezado a hablar solo.
»—¿Cómo abrazas a alguien que sabes que va a morir?—continué diciéndome— ¿Cómo le das tu fuerza a alguien que no la necesita? Porque no hace falta ser fuerte para morir, tan sólo basta con dejarse llevar. Por eso todos se mueren, ¿no? Porque no hay que hacer nada. Además, aunque pudieras darle tu fuerza a alguien que va a morir, sería el sitio más inútil donde ponerla.
»—¿Lo sería? —me dije.
»Paré el coche en mitad de la autovía y apagué las luces. Abrí las ventanillas y respiré. Desabroché el cinturón de seguridad y me recosté en el asiento. Estiré el brazo y accioné esa palanca que echa agua en la luna. La mantuve presionada hasta que se acabó el depósito. Me gusta el olor a mojado. Casi todas las cosas huelen mejor si las mojas. Entonces vi las luces de algún vehículo viniendo hacia mí. No sabría decir si iba rápido o despacio, yo estaba parado y así era muy difícil calcularlo. Aunque tampoco me importaba, sólo podía pensar en cuánto quería que aquel coche no me viera y que algo por fin me atravesara. Deseaba que el manillar de la bici de mi hijo me destrozara el pecho de lado a lado. Volví a accionar la palanca del agua y salió un chorrito pequeño y luego nada. Apreté el volante con todas mis fuerzas, llené mis pulmones de aire y esperé. Me temblaba la boca y no podía dejar de mirar por el espejo. Iba a morir mirando hacia atrás como un cobarde. Noté que las lágrimas se me escapaban de los ojos a pesar de que no estaba llorando. Tenía la piel de gallina y sentía como si alguien me estuviera acariciando el cuello. Entonces el coche pasó a mi lado a toda velocidad. El aire me golpeó la cara y balanceó un poco mi coche. Me eché a llorar mientras encendía las luces de nuevo y reanudaba la marcha. ¿Alguna vez has llorado en el coche? Casi no veía. Luego empecé a reír a gritos. Hice un corte de magas a dios sabe dónde y aceleré. Quería alcanzar al coche que me acababa de pasar. Lo vi a lo lejos y pensé en la belleza tan simétrica que tienen los adelantamientos. Recordé mi primer adelantamiento cuando tenía dieciocho años. Fue como adelantar a una parte de mí mismo. Unos años más tarde (debería tener unos veinte) me di cuenta de que lo que yo había creído un adelantamiento a mí mismo había sido en realidad un cruce con una parte de mí que no volvería a ver. El coche tomó la salida 17A y, aunque yo aún estaba lejos, pude ver con claridad por dónde se había marchado. El problema fue que cuando llegué al desvío no había ninguna señal de dónde había ido a parar aquel vehículo. Estaba tan nervioso que ni siquiera sabía de qué color era el coche que acababa de pasar al lado de mi cabeza. Llegué a una zona que parecía más un bosque que una ciudad y di un par de vueltas esperando que algo se moviera. Aparqué al lado de una furgoneta de reparto con las letras FHM y me quedé un rato sentado hasta que mis ojos se acostumbraron a la oscuridad. Salí del coche y empecé a caminar en la dirección que yo suponía que estaba mi casa. Di varios pasos, saqué las llaves del coche de mi bolsillo y miré hacia atrás. El coche estaba bastante bien aparcado para lo rápido que lo había hecho y lo nervioso que estaba. Volví, dejé las llaves encima del techo del coche y seguí caminando hacia mi casa. El aire estaba ligeramente frío y olía a polen. Levanté los brazos y los sacudí con fuerza mientras apretaba los dientes. Probé a caminar un rato con los ojos cerrados, a ver cuánto podía aguantar sin saber dónde estaba pisando. Veintiún pasos. A lo lejos se veía la ciudad y yo siempre he sido bueno siguiendo las cosas que puedo ver. Me sentí como esas veces en  las que sacas la basura en mitad de la noche y te dan ganas de dar un paseo y dejarte caer y no volver jamás a casa.

Ella me mira con la luz que sólo se tiene antes de cumplir los veinte y yo pienso en cómo se imaginará a mi hijo, y si existirá una persona parecida al ser que entre mis recuerdos y su imaginación hemos creado. Se ha puesto mis calzoncillos, ha abierto la puerta de la terraza y ha vuelto a la cama. Huele a tráfico y a humedad como sólo Madrid huele. Recuerdo la cantidad de veces que este olor me ha sacudido una sonrisa.
—¿Y piensas mucho en tu hijo? —pregunta en voz baja mientras me abraza por la espalda. Su pelo me roza los hombros y noto cómo su pecho se expande al respirar.
—No sé si es mucho o poco. Lo que sí te puedo decir es que ahora pienso en ello de otra manera. Al principio me obsesionaba darme cuenta de que no podía recordarlo todo. Me dolía pensar que había cosas que habíamos vivido y que seguramente no podría volver a recordar. Me atormentaba esa idea. Pensaba que al fin y al cabo era como si aquellos momentos no hubieran sucedido nunca, y eso me destrozaba.

Escuchamos a la vecina cerrar la puerta y echar la llave. Silba la canción de un anuncio de televisión. Seguramente vuelva a mediodía, aunque esta última semana ha estado comiendo fuera.



francisco fuentes (Plasencia, 1985) ha escrito los libros de poemas Tierra, territorio, casa (Sevilla, 2006. Premio La Mano Vegetal) y Setenta y cuatro días sin mí (Mérida, 2012. Editora Regional de Extremadura), que posteriormente resultó finalista del premio Ausiàs March al mejor poemario publicado en España en 2012.  Fue finalista del Certamen “Arte Joven” de la Comunidad de Madrid en el año 2005 y ganador del Premio “Aenigma” de poesía breve en 2007 (Telde). Ha participado en la iniciativa “Encontrarte” (Plasencia, 2006) y en su edición de 2011, para la cual se publicó un Cuaderno-Antología, La Plaga Lírica, de la que formó parte y diseñó la portada. Como artista plástico ha llevado a cabo diversas intervenciones urbanas, siempre con un fuerte componente lírico.