14.1.10

francisco león / un instante en lucio fontana


Lucio Fontana

En los años que vinieron después de su célebre exposición en la Biennale di Venezia de 1958, la vida más secreta del pintor Lucio Fontana entró en declive. A decir verdad, fue la misma época por la que su prolongado amorío con Rina Molé, cuajado de deserciones imprevistas y tórridos reencuentros, tocaría fondo. De Rina Molé –oriunda de la Toscana y veinte años más joven que el genio de Varese– se da noticia en un bello y polémico poema muy conocido en los círculos de la élite cultural italiana [1]. Un fragmento de esa composición llega a sugerir que Rina, muchacha alta muy apreciada por sus curvas arrebatadoras, con larga melena negra y cuerpo de boa, era el objeto de una mercadería indecorosa entre Lucio Fontana y uno de los integrantes de su tribu de acólitos. «Yo la acompañaba de día, / tú la veías de noche», rezan dos versos del citado poema.

Pero Lucio Fontana, el hombre más desprendido y bruto de la minúscula –casi alfeñique, como él mismo decía– república cultural de su país, trató de combatir aquel paulatino naufragio vital y amoroso como sólo sabía hacerlo: invitando a Rina a un almuerzo opíparo de mejillones, patatas fritas y risotadas con vino en las alejadas costas de Bari, en esa parte solitaria y rocosa que los italianos del Sur llaman Las Puertas del Adriático.

Aquella fue también la época en que Lucio Fontana, ya dueño absoluto de su arte y su mente irritable, se lanzó de lleno a sus más radicales concetti espaziali. La denominada «serie de los tajos», consistente en la elaboración de agujeros e incisiones sobre la tela de sus pinturas, estaba dirigida a establecer metafísicamente lo que él mismo llamó «un arte para la Era Espacial». La vuelta de tuerca mostrada con orgullo en las salas de arte cosechó ipso facto críticas formidables en los grandes periódicos; el poeta y periodista Alfonso Gatto, por ejemplo, escribió en su típica prosa eléctrica: «Fontana ha propinado un gancho al estómago del arte parisién: Europa entera vomita sus viejas creencias y asiste atónita al resurgir de la renovada libertad italiana».

Las muestras de su arte se multiplicaron como hongos, a pesar de los dudosos beneplácitos de los dos gurús de la crítica europea: el italiano Argan y el francés Tapié. Pero Fontana se reía de ambos ideólogos. Se sabía poseedor del espaldarazo popular e invencible de los poetas de renovación y libertad totales. Los acaudalados y súbitos demócratas post-fascistas compraban. No comprendían nada de su arte destructivo, pero compraban, convencidos de que si Fontana había podido transitar del alfa al omega sin arrugarse el traje, ellos también podrían transitar de Mussolini a Giovanni Gronchi. Del manojo de liras que llegó a embolsarse con la venta de sus cuadros y esculturas, a Fontana le sobró para adquirir un viejo capricho soñado ya en el maquinismo futurista de su juventud: un Alfa Romeo verde botella descapotable al que a menudo dejaba sediento, como a un potro demasiado joven, en cualquier cuneta, después de fustigar presuroso las solitarias campiñas de Emilia Romagna.

La historia podría comenzar también año y medio antes, un día en el que a Lucio Fontana le dio el arrebato de retomar sus trabajos de cerámica creativa en el pueblo de Albisola, en las fértiles llanuras de Liguria. Se montó en su Alfa Romeo y, sin mediar una frase, desapareció. Despechada por otra más de las súbitas y enojosas ausencias de su artista, Rina Molé habría tenido un encuentro amoroso en su apartamento de Milán con uno de los íntimos de Fontana. La víctima elegida para cumplir la venganza femenina fue el poeta labriego de Montemurro –como lo llamaba Fontana– Leonardo Sinisgalli, casi diez años más joven que él y autor del poema al que nos referimos.

 


Rina Molé

La conocida excursión a Bari en compañía de Rina la aprovecharía Fontana para poner en su conocimiento que él y media Italia discutían ya sabrosamente sobre quién se quedaría al final con la fidanzata del gremio, Sinisgalli o el gran pintor. Elección risible si se tuviera en cuenta por un instante el desventurado primor físico de ambos creadores. Asediada por los sarcasmos intolerables de Fontana, Rina, naturalmente, lo negó todo con los ojos inyectados en una sangre ácida casi violeta que al artista le pareció una cosa afortunadísima. Para probar su leal pero al parecer falsa monogamia, Rina desató todo el drama de su furia ante el auditorio barino en un acto de opereta sin precedentes. Se puso en pie y lanzó su plato de mejillones adriáticos en la mismísima cara del artista nacional.

El incidente fue acreditado por las fotos de Alessandro Costa, un artista de la cámara con rostro de anguila y ojos saltones, perfecto conocedor de la vida atrabiliaria de Fontana y sus sonadas camorras ya fueran en fiestas, inauguraciones o tranquilos restaurantes de la costa oriental. Algunas de las fotografías llegaron a ser publicadas en un boletín literario shandy de circulación secreta con un pie de página memorable: «Lucio Fontana lucha con sus moules», palabra que en francés atlántico designa tanto al crustáceo bivalvo como al órgano sexual femenino.

Mientras tanto, no dejaba de ser curioso que el poeta labriego de Montemurro, cuya vida y personalidad dejaban en ridículo la vida y personalidad de un espartano paupérrimo, tanto en lo fiduciario como en lo afectivo, afirmara en el citado poema que era el propio Fontana, hombre de un espíritu tan vigoroso como desinteresado, quien solía «pasar» a sus amigos las amantes que le sobraban. Los versos sonaban a treta escrita para apaciguar de antemano las tormentas de rayos y centellas que ya veía el poeta cernirse sobre su cabeza a causa del incidente amoroso.

La mayoría de la tribu –es decir, los nostálgicos del Fascio, los reformistas y los marxistas–, por mero rencor al gran genio inventor de los «conceptos espaciales», dieron la razón a Sinisgalli. Era lógico, comentaban entre copa y copa los bienpensantes en las reuniones y tertulias. Fontana había sido el único culpable de insuflar tal barbaridad: había alimentado a sus admiradores en aquel estilo de arrojado centurión propio de épocas pasadas. Ahora, con razón, sus propios camaradas lo imitaban: «Eras sincero y fuerte y elegante –escribió Sinisgalli visiblemente agradecido por la generosidad del maestro–, eras ya entonces más grande que Arp. Por ese tiempo Argan contaba poco o nada. Y Tapié vendía lubrificantes».



Reunión de la tribu

Por estrafalario que pueda parecerle al lector, Rina Molé nada supo del contenido de este poema hasta el día de su publicación. Su impermeabilidad a la poesía –y otros aseguran que también a la pintura– era proverbial.

En una carta dirigida al crítico francés Michel Tapié, muy aficionado a los tejemanejes y brutalidades de Fontana, de quien por esa época pretendía componer una biografía parcial, Rina afirmó que en absoluto había sido ella una de las chicas «di qualità cattiva» que rondaban al artista en todo momento y con las cuales remendaba el «povero Lucio» sus horas de desdicha. Horas que al parecer, según insinúa poéticamente Sinisgalli, eran muchas. He aquí el pasaje más comprometido del poema:

Tenías nuestra loca admiración,
y te bastaban
nuestros juicios inexpertos,
nos dabas algún dinero,
incluso nos pasabas a tus chicas.

Que la agraciadísima y multisuspirada Rina Molé fuera considerada en los versos del poeta pobretón, y ahora indigno, un objeto de intercambio amatorio entre ambos creadores causó tal marejada de críticas, amenazas y risas entre los caballieri del arte –sobre todo entre los señores del arte con cuenta bancaria suiza– que el retirado, incognoscible y sureño pueblo de Montemurro vio producirse el regreso milagroso de su hijo más pródigo a bordo de un microbús de línea de la compañía local Brusutti.

Sinisgalli huyó a su pueblo natal. Y la excusa era bien simple: su ya viejo padre, al que en uno de sus primeros poemas había denominado «fantasma saturnal», se hallaba a las puertas de los febriles Elíseos. Dicen –y este particular no se ha podido confirmar– que nada más apearse del Brusutti, el poeta, ataviado a pesar de los treinta y seis rigurosos grados centígrados de temperatura con sus famosos gabardina, sobrero y paraguas, salvó con paso de cuervo la empedrada plaza Albini de la aldea y acudió presto a la barbería donde trasquilaba a los montemurrianos crespudos uno de sus amigos predilectos –y primo hermano a la sazón–, Albertino Sinisgalli.

Entre guedejas de chivo y perfumes de afeites prefascistas, Leonardo contó a su primo, mediados los detalles pertinentes de la típica narratología masculina en estos casos, qué clase de cavallona era la tal Rina Molé sobre los cuatro palos de un camastro milanés. A lo que el cándido Albertino, hombre reconcentrado casi mudo, respondió: «¡Santísima madonna!».

Largos meses de retiro permaneció Sinisgalli en su Montemurro soleado y pedregoso, consagrado a la composición lírica, las agonías amorosas que le deparaba el recuerdo del cuerpo desnudo de Rina Molé y los ristretti negros del cafetín en que se reunía la morralla sureña de Basilicata. Todos los campesinos rijosos de Montemurro habían trabado noticia de su triunfo viril y lo admiraban con envidia insana nada más entrar en la cantina. Sinisgalli, azurro por antonomasia a pesar de su erudición y sus estudios en matemáticas, hacía lo suyo: pavonearse ante el cerrilismo de sus paisanos más encopetado que un maharajá de la India. Sabemos por una carta guardada entre los papeles de un editor milanés que Leonardo Sinisgalli se apenó francamente de que su treta no pudiera sostenerse por más tiempo: «En la ciudad sospechan. Me requieren del trabajo, y mi querido padre supera en salud a las mismísimas mulas: no habrá muerte este año ni el próximo. Antes me mata a mí. He de irme».



Montemurro

Su buen amigo y poeta ex-marxista Alfonso Gatto, que supo de la intención de su vuelta por el mismo editor, tomó de nuevo la pluma y escribió: «Si vienes, Leonardo, tendrás que enfrentarte a ese bestia –en referencia a Fontana–; va diciendo por ahí que se las pagarás todas juntas, y te aseguro que, primero, te anunciará que él recibió la medalla de plata al mérito militar en la Gran Guerra de los caballeros y, seguidamente, te aplicará un surtido vendaval de trompadas de todas las formas y de todos los colores. Así que permanece en Montemurro y disfruta del buen tiempo meridional, ¡Ciao!»

Leonardo Sinisgalli se vio obligado a requerir la intercesión de Rina. Ella lo había inmiscuido en aquella batalla campal y ella debía sacarlo ahora. No relegaría su vida de poeta a aquella aldehuela de ignaros. Así que, sentado en uno de los sillones giratorios de la barbería de su primo, le escribió a su querida varias cartas que jamás obtuvieron respuesta.

Pero Rina Molé se hallaba por entonces tomando unas vacaciones en la Riviera francesa a base de paseos matutinos, compras caras, champaña y fruits de mer en la compañía siempre azarosa de Lucio Fontana y un amigo artista firmante del primer manifiesto del espacialismo. Los tres habían atravesado el país con el bólido verde botella descapotable como almas que llevara el diablo. Semanas antes, Lucio le había perdonado a Rina el inoportuno incidente de los mejillones voladores de Bari porque, después de arrojárselos hirvientes ante la estupefacción general, la muchacha huyó al servicio femenino, donde se encerró unas dos horas. Para hacer más llevadero su encierro, Rina pedía copitas de Cinzano que el camarero le pasaba por el ventanuco del retrete desde la parte de caballeros. Cundió la risa en el restaurante y Fontana amenazó varias veces con echar la puerta abajo y sacarla de allí a trompadas si no ponía de inmediato fin a aquella opereta. Pelillos a la mar, como suele decirse, pues aquello había pasado y la realidad es que ahora se encontraban en la Riviera y el sol marino les sonreía de nuevo.

Con todo, debe aclararse que la notoriedad pugilística de Fontana había sido siempre una exageración suya y de los suyos, proclives siempre que podían a llamar la atención sobre el hecho cierto de que Lucio Fontana había recibido de la República –años ha– la traída y llevada condecoración al mérito militar. Lo único incuestionable es que en 1959 Fontana albergaba sobre sus dos piernas la nada despreciable edad de sesenta años justos. La brisa anunciadora de la vejez lo había adelgazado, su calva era ya honorable y el pelo crespo de su bigote había encanecido. Muy bien tenía que habérsele dado la contienda para derribar con cierta galanura a un contendiente mucho más joven.

En resumidas cuentas: Sinisgalli no tuvo otro remedio que regresar a Milán, saciado de la vida insulsa de Montemurro, y enfrentar su destino. Durante unos días trató de evitar los lugares frecuentados por la tribu. Se subió el cuello de su gabardina y rehuyó la calle Mauro Macchi, en la que a menudo alquilaba habitación, la Plaza San Babila, y el barrio de Lambrate, donde en otros tiempos todos comían bocadillos de jamón y tomaban cerveza a cuenta de Fontana. En un poema posterior de rememoración de tiempos felices, Sinisgalli nombraría a los directos del grupo cotidiano de Fontana:

...hace ya 25 años, estábamos en Lambrate,
en la piscina. Estaba Gatto, estaba Cantatore,
quizá estaba Broggini, y Rina y Enriqueta.
Había salido el libreto sobre Attanasio Soldati...

Sinisgalli vagó por Milán como un espectro atolondrado al que se le hubiera prohibido manifestarse a sus horas. Desorientado en su propio feudo, se refugiaba en las librerías de viejo, catacumbas a las que sabía muy bien que jamás entraría Fontana, que odiaba todo lo antiguo. «Aquellos tuvieron que ser unos días tristes para ambos –cuenta en la biografía fontanesca el francés Tapié– ya que si había en las cuadrillas del arte italianas dos personas que se profesaran verdadera dilección y hermandad, esos eran Lucio y Leonardo». Se sabe que, a pesar de anhelarlo, tampoco Fontana hizo demasiados esfuerzos por dar con él. Igualmente ponía excusas a los amigos con el fin de evitar sobre todo Lambrate y los cafetines de la Plaza San Babila.



Leonardo Sinisgalli

Está documentado con sobradas versiones el desgraciado encuentro que tuvo lugar en la joyería milanesa Costantino. Llevado por su fantasía viril, Lucio Fontana había tomado ese día la santa decisión de casarse con Rina en una ceremonia cerca de Bari en el sur peninsular de Italia, sin haber obtenido aún el consentimiento de su consorte, a la que quería dar una sorpresa de muerte. Fontana apareció en la joyería acompañado de sus amigos y pareja Alfonso Gatto y Enriqueta de Filippo. El destino, concepto que ambos artistas despreciaron toda su vida, tejió los caminos de los enamorados. Cuando Enriqueta, Gatto y Fontana entraban en la joyería tropezaron de bruces con un tipo que prácticamente parecía huir bajo un sombrero y gabardina negras. «El demonio no lo habría preparado mejor», escribe Alfonso Gatto en sus memorias inconclusas. Se trataba de Leonardo Sinisgalli. Cuenta Gatto que, primero que nada, ambos contendientes del amor se saludaron como si hubieran esperado mucho tiempo para hacerlo, aunque sin palmadas ni abrazos. «Fue algo así como un seco “¡Pero dónde te habías metido!” Luego se miraron de arriba abajo. Sinisgalli había comprado un anillo con el que iba a pedir la mano de Rina Molé y que llevaba dentro de una cajita de terciopelo rojo. «Estoy seguro –continúa Gatto– de que se trataba del mismo y exacto anillo que habría comprado Fontana si no hubiese sido porque de inmediato ambos se abalanzaron uno sobre otro.» Fue, al parecer, una riña sin importancia y grotesca. Forcejearon en silencio, sin decir una palabra mayor que otra. Fontana agarró a Sinisgalli por la solapa de su gabardina y lo zarandeó. El poeta enganchó al pintor por el cuello e hizo lo propio. Entretanto, la cajita de terciopelo rodó por la moqueta, se abrió y dejó al descubierto el oro del anillo. La mala suerte hizo que el maestro Fontana tropezara con un perchero. Fue la primera vez en la historia que alguien veía al maestro lastrado de aquella manera tan lamentable. Sinisgalli, aturdido por la caída inesperada del maestro, se agachó para recogerlo e interesarse por su estado. En ese momento dijo: «Maestro, scusa». Luego huyó espantado del lugar.

Fue la última vez que Sinisgalli y Fontana se dirigieron la palabra. Nueve años de silencio entre ambos, hasta que el 7 de septiembre de 1968 el pintor falleció. Nueve años durante los cuales la tribu dispensó honores de César vencido al gran artista moderno de Italia.

Un buen día, antes de la desaparición del gran Fontana, Rina Molé, por lo menos la Rina Molé física, desapareció de la escena cultural y amatoria de la tribu. No se pudo disfrutar más de su beldad latina en las fiestas literarias, ni en las reuniones en los chalet con piscina y guirnaldas de luces, ni en las citas pictóricas de las ocho de la tarde en las que se tomaba el bíter. No pudo resistir los nuevos desplantes y los ataques de celos de Fontana. Algún tiempo después, disuelto el grupo, se supo de ella gracias al fotógrafo Alessandro Costa. La detectó con sus lentes y ojos de anguila en un apartado pueblo de pescadores del sur occidental de Sicilia, un lugar llamado Selinunte y conocido por las ruinas ciclópeas que dejaron allí los griegos antiguos. El final de sus días –ese exilio y reclusión a los que ella misma se sometió en esa parte del Mediterráneo que los italianos cultos consideran la Italia africana y malhadada– cargó al ambiente artístico milanés con sentimientos de culpabilidad e impresión de luto. En un poema muy posterior, ya fallecido Fontana y Gatto, congestionado por la tristeza, Sinisgalli se preguntaba por el paradero de su gran amor:

Es tarde, y los cristales se cuajaron de escarcha,
¿dónde estará en este instante?
¿está viva acaso, estará
muerta Rina Molé?

Pero la que no desaparecerá nunca es la Rina Molé espiritual, la que engendró con su furia creativa el gran maestro Lucio Fontana. Sobre el afamado pedestal de la Gallería de Milán, junto al negocio de Olivetti, continúa en pie una escultura, «mi victoria barroca», como la llamó el propio Fontana. Pocos conocen el dato, pero se trata de la mismísima representación, aunque secreta, de Rina Molé.

1976 fue un año luctuoso para Leonardo Sinisgalli. Cerca de Grosetto, un gélido ocho de marzo, con la carretera cubierta por una maravillosa escarcha de color azulado, Alfonso Gatto muere en accidente de tráfico al salirse de la carretera con el Alfa Romeo desbocado que le regalara unos quince años antes el bueno de Fontana. Se dice que fue la última vez que acudieron los integrantes de la tribu que aún vivían o que se encontraban viviendo aún en Italia. Sinisgalli abrigaba la esperanza de reencontrarse allí con Rina Molé y convencerla para que se quedara con él en Milán o en cualesquiera otras partes del mundo, pero la espera fue vana: la antigua diva no acudió. O por lo menos no acudió físicamente.



Leonardo Sinisgalli

En su libro de prosas aforísticas, L’etá della luna, el poeta labriego de Montemurro escribió: «Fue un día feliz, a pesar de todo, querido Gatto. Apareció Cantatore con su gabardina remendada, y Broggini, que después del entierro, llorando todavía, sacó su bocadillo para merendar al lado de tu sepulcro. Apareció el insidioso Alessandro Costa, Ojos de Anguila, que sacó unas fotos. Me gustó mucho ver a tu Enriqueta, toda vestida con tules negros y una pamela de entretiempo que te hubiera encantado. Y ya sabes quién no iba a faltar, así tuviera que arrancarse de entre los muertos, como de hecho lo hizo. Era nuestro grandísimo Lucio Fontana, el maestro de la antimateria, del antimundo y la no-poesía. Y a su lado marchaba con paso celestial, como la Beatrice del Dante, nuestra Rina, nuestra Rina Molé con sus botines de piel. Fui hacia ellos para abrazarles y me hablaron en el sereno italiano en que departen los muertos en las regiones transparentes. Estaban bellos y felices, por fin, juntos para siempre. “Esta noche cenaremos con Gatto, patatas fritas y mejillones del Adriático.” O eso me dijeron, por lo menos. Después se marcharon, se disiparon, quiero decir, entre los viejos olivos del cementerio».

La visión elegíaca y definitiva de Sinisgalli, narrada particularmente en «Carta para Alfonso Gatto», reúne a vivos y a muertos en una suerte de misa metafórica muy de su estilo lírico. Una vez más el poeta halla en el poema la ocasión perfecta para saldar sus deudas con los muertos. Sinisgalli se adelanta para saludar a Rina, a quien besa en presencia del pintor sin prevención de sus trompadas. Luego se dirige a su mentor, maestro y amigo, y con una reverencia le espeta: «Maestro, firmemos la paz entre nosotros».


[1] Nos referimos a «Oda a Lucio Fontana», cuya única traducción al español puede consultarse en Piedra y Cielo, Revista de Poesía, arte y pensamiento, núm. 4, 2005.



Francisco León (Canarias, 1970) ha publicado Cartografía (1999), Ocho pajazzadas para Salomé (1999), Tiempo entero (2002), Ábaco. Diarios (2005), Terraria (2006, I Premio Internacional de Poesía Màrius Sampere) y Dos mundos (2007). Fue codirector de la revista Paradiso (12 número). En 1994, Andrés Sánchez Robayna seleccionó poemas suyos para la antología Paradiso (Siete poetas). Fue editor literario con Alejandro Krawietz de la antología La otra joven poesía española (2003). Ha dirigido las revistas Can Mayor (17 números) y Vulcane (12 números) y fundado, junto a otros amigos, la revista Piedra y Cielo (4 números), de la cual fue secretario de redacción. Pertenece desde hace trece años al Taller de Traducción Literaria de la Universidad de La Laguna. Recientemente ha publicado la novela Carta a una señorita griega (2009). Tiene activa en la red la bitácora El ábaco y los días.

2 comentarios:

  1. Estupendo relato, rampante León. Hoy mismo, cosas del zarino azar, estuve "pensando " en obra, en los tajos, de Fontana, a raíz de la consulta de un catálogo del artista bosnio Stipo Paranyko.Pranyko, que vive "oculto" en Lanzarote, conoció a Fontana.

    Melchor

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  2. Todo un placer que me haya leído, Amo mío. Te echamos de menos Fuentes y yo, ahora que vivimos juntos, enfrentados en en el Sol, juntos te recordamos, te nombramos y te suspiramos. Buscaré a Paranyco. El Azar para Bloy era Dios... Quién sabe si... Abrazos
    Paco

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