[AYER PENSÉ QUE HOY PODRÍA ESCRIBIR UN POEMA…]
Ayer pensé que hoy podría escribir un poema. Hacía tiempo que no escribía ninguno. En realidad, me asigno otras tareas, en prosa, para no sentirme obligado a escribir versos. Pero ayer se me acabaron los quehaceres, o, mejor dicho, ninguno se me imponía con tanta urgencia como para no poder dedicarme a otras actividades. He terminado de corregir la traducción de Libro de amigo y amado: he llegado a ese punto, cuya determinación es intuitiva, en el que cualquier cambio la empeora, aunque no sea inmejorable [ninguna lo es: toda traducción caduca; toda traducción, según Benjamin, «está destinada a diluirse una y otra vez en el desarrollo de su propia lengua»]. Para los artículos pendientes sobre el realismo sucio [no sé qué voy a decir: apenas me interesa el realismo sucio: su dicción es tan seca que se rasga, y el desgarrón sólo revela, casi siempre, una vaciedad iletrada. Sin embargo, alguna vez, la hendidura se abre al abismo: la voz, de tan áspera, se coagula en espanto, y se detiene, sobrecogida, al borde mismo del despeñamiento] y la poesía de A. F. M. aún no he hecho las lecturas debidas: no puedo, pues, ponerme a escribir, aunque ello no sería un obstáculo para muchos: el reverendo Sidney Smith, que reseñaba novedades para el Edinburgh Review a principios del siglo XIX, afirmaba no leer nunca el libro antes de escribir su crítica, para que no le creara un prejuicio. [Hace poco he leído esta anécdota atribuida a Óscar Wilde, a quien cabe asignar —como antes se hacía con Quevedo en España— cualquier facecia o chascarrillo de la historia de la literatura: in dubio, pro Wilde.] Lo de A. F. M. me preocupa, porque he de entregar diez folios antes del próximo dieciséis de octubre, y sólo ver los tres gruesos volúmenes de sus poesías angustiosamente completas me levanta dolor de cabeza. Tengo sus libros junto a mí, en un estante, a la altura de los ojos [mi biblioteca se ordena alfabéticamente, pero su disposición se tambalea: los libros, que no dejan de afluir, ya no caben en pie y rellenan, tendidos, los espacios entre baldas; promiscuos, se apiñan, se refriegan, incurren en orgías horizontales]; entre ellos se cuentan muchos cuadernillos y plaquettes, algunos de ínfima condición: A. F. M. publicaba, en cualquier sitio, todo cuanto escribía; no quería privar al mundo de la sublimidad de su estro. Les he echado un vistazo antes de empuñar el lápiz. A menudo lo hago: hojear poemarios al azar, sin ningún propósito, sólo para convocar a la inspiración [la inspiración es corregir sin fin], o para que pase el tiempo y esté así más cerca el momento de levantarme de la mesa. Limpio el tablero a papirotazos, afilo el lápiz, repaso inútilmente los papeles inútiles que se acumulan a mi alrededor [muchos de los cuales son poemarios, abnegadamente compuestos, que sus autores quieren ver publicados: no se dan cuenta de que nunca verán la luz, o de que lo harán en condiciones vergonzantes, y de que jamás cobrarán la relevancia a la que aspiran; qué glosa interminable, por lo demás, es la poesía: qué laboriosa perífrasis]: todo para despejar un espacio en el que pueda alojarse la palabra. A veces, me quedo quieto, sin pensar en nada, mordisqueando el extremo del staedtler, sintiendo que el tiempo pasa como una gamuza por un aparador.
Llegado a este punto, me doy cuenta de que aún no he escrito ni una sola palabra poética, o, por lo menos, animada por una voluntad poética: no me ha costado escribir hasta aquí. Sólo si la palabra se resiste, es poesía; los versos calamo currente no son, en realidad, versos.
En la mesa se abre una grieta. [«El poeta es un cultivador de grietas», ha escrito Juarroz.] Dentro están mis ojos. [También se resquebraja el agua del vaso; y el vaso, intacto.] Los almohadones han perdido su blandura. Algo incomprensible entumece los músculos, el folio en el que escribo «el folio en el que escribo» [que pertenece a un poemario rehusado, ignoro de quién: utilizo el dorso de tantas páginas desechadas para consignar mis borradores; la poesía es el humus de la poesía], el cielo, convertido ahora en una membrana imposible, en una sopa quebradiza. Se luxa lo negro, a la par que me ilumina; se encona lo negro, me descoyunta, nieva. La ropa con la que me visto es, de pronto, una corteza impalpable, un peto de escarcha. El aire me lamía, como un ciego que tanteara un rostro no oído, pero ahora se endurece como la brea, y destila cosas no fluidas, y olvida mi nombre, y el lugar en el que he de morir, y mi número de teléfono, y todos los lugares en que ya he muerto. Los lápices se distienden hasta volverse serpientes, y ondulan como lágrimas, y se desvanecen. Observo que mi caligrafía ha empeorado: se despliega, inacabada, con prisa. [No he perdido el hábito de cerrar los trazos circulares, siempre con portezuela, ni de prolongar los rectos, con frecuencia demasiado lacónicos. Así ha sido desde la adolescencia. En algún sitio he leído que es un rasgo propio de los perfeccionistas.] [Compruebo con desaliento que ya he escrito sobre mi caligrafía en el poema anterior. Mi primer impulso es suprimir la repetición, pero decido respetarla: ¿por qué debería ocultar que el poema versa sobre el acto de escribir, es decir, que no tengo nada que decir, salvo que digo? ¿Por qué erradicar las redundancias, los pleonasmos, los tartamudeos, como si fuera un deber higiénico, si la reiteración nos define: palpitamos, balbuceamos, ardemos? Por otra parte, ¿cómo he podido olvidar que ya había escrito lo que escribo?] Cuanto nos rodea, ¿seguirá siendo? [Pienso en Agustín de Foxá, fascista y perspicaz, amante del pormenor y la cizaña, y en el poema mortuorio —casi un jisei— hallado entre sus manuscritos inéditos: «Y pensar que después que yo me muera / aún surgirán mañanas luminosas, / que bajo un cielo azul, la primavera (…) / encarnará en la seda de las rosas. // Y pensar que, desnuda, azul, lasciva, / sobre mis huesos danzará la vida, / y que habrá nuevos cielos de escarlata, / bañados por la luz del sol poniente, / y noches llenas de esa luz de plata…»] El día que me inyecta su azul ¿se volverá incoloro? El árbol que me anuncia con su entereza su fragilidad ¿permanecerá, adelgazará, nacerá? Las flores que, encendidas por el agua, devienen tildes inmoderadas en el aire, ¿recitarán la tabla de multiplicar, practicarán la usura, sugerirán un mundo inmaculado o abyecto? Cuando yo sea otro, y me recubra de pieles ilegibles, y vea con los ojos de aquellos a los que he odiado, ¿estaré aquí —con mi cólera, en mis zapatos, asido a mi transcurrir— o me exiliaré en los huesos? ¿Dormiré o seguiré flotando en el lago sin orillas de la conciencia?
[Lo anterior sí es poesía: participa de la ambigüedad de lo absoluto: de lo que no puede ser dicho de otra manera; no significa: insemina; y cada palabra es arrastrada desde la vibración que la ha propiciado hasta el lugar que ocupa en la página. Ha atravesado la maleza de los sentimientos, y el grosor de los ecos, y la falsedad de los símbolos. Como siempre, temo la hipérbole: su filo máximo, que acaba por ser romo.]
(Poema VIII de Bajo la piel, los días)
∆
[ESTOY AQUÍ, PERO ME ALEJO…]
Estoy aquí, pero me alejo. Pesan las vísceras, los calendarios. No obstante, me aparto de quien soy: de quien da sorbos a la cerveza, de quien lee con desgana el periódico, de quien ve envejecer al mundo y se ve envejecer con el mundo. Me miro los pies sarmentosos, apoyados en un escabel fatigado, y no sé a quién pertenecen. Los pies quieren escapar, hartos de entroncar conmigo, o de ser mi desembocadura. Y lo que digo enmudece: no se posa en el borde de los muebles, ni en las hojas de los plátanos [que aletean, encadenadas a un viento púrpura], ni en las cosas cercanas y remotas; por el contrario, vaga sin fe en los sonidos, sin esqueleto que informe su enunciación —o con un esqueleto laxo, espina apenas de sus llamas—, y se exacerba entre rosas, o esparce sus enigmas, o se aferra al pecho de lo sido, al dolor con el que zigzagueo entre mis ruinas palpitantes.
[Soy consciente de mi deriva. Las palabras asoman sin que medie la voluntad: son coágulos fluviales o acelerados remansos de sangre, que a veces se agrupan en nebulosas o en ascuas oscuras. Me avengo a su impulso: lo busco. El lápiz no corre tan deprisa como el lenguaje. Se han diluido las orillas del pensamiento —que no es razón, sino acuidad ardiente— y lo dicho fluye sin previsión, pero con justeza. A veces me detengo (de hecho, me ha costado rematar lo escrito entre guiones; intento, durante los frenazos, que los adjetivos, siempre acechantes, no graven la frase, su tiritar de cosa brotada), y entonces siento la pausa como un corte: procuro distraerme —afilo el lápiz, hojeo un libro (acabo de hacerlo con la poesía completa de Manuel Álvarez Ortega), busco cualquier pretexto para salir del despacho y eludir el silencio que me ahoga: voy a por un vaso de agua; me masturbo, cautelosamente, en el baño; enciendo un momento el televisor y repaso todos los canales, hasta dar con el programa más idiota (acabo de ver a Nadal ganarle un juego a Seppi en su partido de la eliminatoria España-Italia para evitar el descenso del Grupo Mundial; como si descender del Grupo Mundial tuviera alguna importancia. Nadal se sujeta la melena con una cinta amarilla, que combina con el granate de su camiseta Nike; Seppi, por su parte, viste de azul y blanco, como se espera de un jugador transalpino. Cuánto pesan los símbolos: más que las ideas que los sustentan. Se recubren con galas aparatosas, fabricadas en alguna maquila tailandesa, como los neanderthales se cubrían con pieles que les hicieran parecer más corpulentos para acudir al combate contra los clanes vecinos); hecho lo cual, regreso a mi mesa y empuño otra vez el grafito— y recuperar el aliento de la elocución, la fluidez articulada con que las palabras se acoplan en la página. No sé cómo lo logro, si es que lo logro. Los mecanismos de la dicción —y del pensamiento— se activan, en buena medida, al margen de la voluntad: algo hierve, helado, insumiso como el barro, exacto como el barro; algo sugerido por un aroma pasajero, o por una incisión de la luz en el ala de una paloma, o por el recuerdo de un pecho acariciado.]
Lo que tengo no es mío. Y quien lo tiene no soy yo. Me constituyen los relatos que compongo para consolarme, la sangre de lo que imagino, lo no nombrado, el olvido. Pero ni siquiera eso forma parte de mí: me lo arrebata la lámpara que derrama su linfa sobre la mesa en la que me derramo, el miedo que me fortalece y me estraga, los besos y los ojos y los fantasmas que respiran conmigo y que expirarán conmigo. No revelo lo que he aprendido: que ya no estoy aquí; que el tiempo se desmigaja como una mucosa al sol. Mis brazos ocupan otros espacios, en los que deposito mi soledad y mi semen. Mi lluvia es otra lluvia: un agua arrancada al tiempo, cuyas gotas dibujan mi rostro y la huida mi rostro. Mis órganos se han vuelto nieve, que cae como un plasma abrasador, hermético en su dispersión; o limaduras de plomo, que hieren a cuanto acarician, o que se hieren a sí mismas.
[He mirado dos veces el reloj en los últimos cinco minutos: es una mala señal. Me duele el cuello. No sé si he hecho bien tomándome un schnapps de limón. Es raro que beba alcohol fuera de las comidas.]
Quiero oír el embate de la sangre, como si rompiera contra un talud de sombra. Y la piel como una detonación. Y superficies que se yergan con el tronar de los labios. Y uñas que se estremezcan al pertenecerme, que ladren y florezcan y se insubordinen, y que luego, en su quehacer diario, recuerden lo pétreo del beso, lo infundido de amor. Quiero que las cosas ocurran por primera vez.
La tarde amenaza lluvia. El vidrio presiente la llegada del agua y se adensa en su transparencia, como si ya lo intimaran dedos serpenteantes. Oigo un retumbar: ¿cruje el cielo? ¿Chirrían su topacio y su humedad? Oigo trepidar a los pechos amados, y a mi propio pecho, en el que advierto el florecer de la senectud: los músculos lacios, el vello tintado de blancura. Los pechos que acaricio son las manos con que los acaricio. Oigo la violencia que subyace en lo naciente.
No escribo el poema que estoy escribiendo. Preveo que encanezcan los engranajes, que disientan los teléfonos, que se apaguen las sienes: que se archive el mundo, como los álamos que entreveo, sometidos a una lluvia semejante a sal. La descarga se ha producido, por fin: estornudo de sombra y plata. Pero no aplaca a la realidad, sino que la excita: la alimenta de un agua exultante, como una desbandada de luciérnagas. El poema me contempla, asombrado: yo soy sus signos; yo, su negrura y su alabastro.
Me alejaré aún más. ¿De quién es este estómago y su querella? ¿De quién, la tendinitis que me atormenta? ¿De quién, el ansia por que mi fuego se transfunda en otros fuegos, por alearme con otra carne, por aliarme con otro yo? ¿A quién pertenecen los ojos con los que leo lo que no he escrito? ¿Por qué enmascaro lo que digo, diciéndolo? ¿Por qué me sojuzga la identidad?
[Veo, de soslayo, esperándome, la columna de libros que integran la poesía completa de A. F. M., y que me he comprometido a reseñar para el libro-catálogo que el Gobierno de Aragón está preparando en su memoria. Me pasma su capacidad para concebir imágenes. Sus ideas tienen forma y color: son bestezuelas zaheridoras como libélulas. Aunque a veces me gustaría que fueran sólo ideas.]
¿Qué hago en esta casa, en esta piel?
(Poema IX de Bajo la piel, los días)
Eduardo Moga (Barcelona, 1962) es poeta, crítico y traductor. Entre sus libros más recientes se encuentran los poemarios Soliloquio para dos (2006), Cuerpo sin mí (2007) y Seis sextinas soeces (2008), y la traducción de Poesía reunida, de William Faulkner (2008). Ha publicado también dos compendios de ensayos: De asuntos literarios (2004) y Lecturas nómadas (2007) y varias antologías. Codirige la colección de poesía de DVD Ediciones.
Estos dos poemas forman parte del libro Bajo la piel, los días, que verá próximamente la luz en Calambur Editorial.
La industria organoléptica ha sido capaz de diseñar cualquier patata frita de manera que, una vez probada, active los resortes de la adicción y sea imposible no seguir comiendo.
ResponderEliminarExquisitas sus dos patatas fritas, señor Moga. Esperamos con ansia la próxima aparición de la bolsa.
Leer a Eduardo Moga es siempre un deleite para los sentidos, se vista de prosa, de verso, de ensayo, en realidad no importa, y es que Moga es realmente un poeta verdadero. En cuanto salga el libro, saldré yo a buscarlo.
ResponderEliminarSaludos y enhorabuena por la inauguración de esta nueva revista.
Marian Raméntol
Eduardo, como siempre, sorprendente y magnífico.
ResponderEliminarBienvenida esta nueva revista a la blogosfera.
Abrazos.