1.7.13




De la mecánica de los cuerpos / erotismo y poesía (II)




EN EL MAR 
(A partir de una experiencia compartida con Y. V.)

Hay algo en las olas que permanece;
quizá son reflejos que están
y no están, como yo cuando él me follaba
y veía mis propios ojos
mirándome desde el cristal de sus gafas.

Ojos míos fijos en mí
–los de él estaban cerrados–
y el esfuerzo de sus caderas, y su sudor
haciéndome sentir como un balanceo
y un suave impulso ascensional. Coronara

o no coronara, sentía
un agua que subía despacio, cálida
desde el fondo, y también
una cierta indiferencia placentera
al notar que la quilla se hundía poco a poco.

Desaparecido, inerte
el casco también se hundía con sus remos
llevándome con él a pique.
Luego, los dos bien abajo, nos mirábamos;
veíamos los pecios subir hacia la luz

y nada en aquellos fondos
nada que rindiera tributo
a la verde superficie ondulante
nos compensaba por tanto desfallecimiento
y nuestra credulidad en la otra vida.

            Luis Muñiz, inédito


           

 DES
TROZO
(A partir de una experiencia compartida con L. M.)

Beso en fuga      corazón late alto
alejado amante mortal
                                     transitable
cabeza en redondos      imagina el barco
                                                                bailo
deriva asoma en el esperma

Yolanda Vázquez, inédito       


          ¶



Melinda Gebbie y Alan Moore, Lost Girls


          ¶

Forma informe

Veo el deseo
entre las sombras. Miro
absorto sus idas y venidas,
sus espasmos; voy
tras él.

Me acerco, esparce
sus cabellos sobre mí y deseo
como nunca he deseado: disuelto
ya en su carne, nada soy
fuera de mí.

No quieras, me dice, dar forma a lo informe;
de mi flujo nacen
los cuerpos y, muertos, descompuestos
en polvo, tierra y aire
prosigo mi vuelo

errático
hacia otros cuerpos
que se anudan
convulsos, como si algo
los partiera en dos.

Misael  Ruiz Albarracín, inédito




 

Tony Scott, The Hunger, 1983





Y ME ECHÉ Y ME TUMBÉ EN SUS CAMAS

Cuando entré en la casa del placer,
no permanecí en el vestíbulo, donde celebran
con cierta compostura los amores aceptados.

Me dirigí a las alcobas ocultas
y me eché y me tumbé en sus camas.

Me dirigí a las alcobas ocultas,
que da pudor incluso hasta nombrarlas.
Mas yo no me avergüenzo, pues de hacerlo,
¿qué poeta sería, qué clase de artista?
Mejor ser un asceta: más acorde,
mucho más consonante con mi poesía,
antes que recrearse en vestíbulos comunes.

C. P. Cavafis. Traducción de Juan Manuel Macías



ayer de tus labios manaba una sonrisa al escucharme decir que tenías que ponerte un vestido por el que fuera fácil meterte mano hoy por las calles corretea la pobreza respirando el desprecio de los que desayunan despidos leyendo la prensa ayer la lluvia salpicaba tu vagina que se encontraba tan cerca de mi pensamiento que hervía bajo las sabanas frías mañana las promesas de los bancos romperán como modernos casanovas los corazones de la infantería hoy los estruendos de la dinamita interrumpen el discurso de mariano a los cocodrilos ayer en las desmedidas curvas de las inmobiliarias los especuladores jugaban a excitarse con la economía mañana en el silencio enloquecido que se revuelve entre tus piernas dejaré la mantequilla para que estos versos húmedos te penetren de  adjetivos

Jaime Luis Martín, inédito



            ¶

Nobuyoshi Araki





Avión

            -¿Me permites, por favor? -pregunta ella.
            Él se hunde ligeramente contra el respaldo del asiento, apoyado sobre los brazos, y sonriendo le invita a que ocupe su lugar. Con movimientos rápidos, algo bruscos a pesar de su decisión, ella se abalanza hacia la deseada comodidad del sillón. Al pasar junto al otro, inevitablemente las piernas de ambos se tocan. Para cuando ella vuelve la cara hacia la ventanilla, segura en su aposento, él ya ha tenido tiempo de sobra para desnudarla con la vista. En una radiografía de urgencia, determina con pericia la anchura de los huecos y lo cerrado de las curvas. De pronto se percata de la sonrisa imbécil que se le ha quedado colgada de las mejillas y, azorado, retorna a su lectura interrumpida. Algo de Djuna Barnes, posiblemente.
            “Menudas tetas que tiene la tía”, piensa, las negras líneas en la página un borrón indescifrable. “Y el culo tampoco lo tiene nada mal”.
            Al fondo, una figura de blanco y azul se cerciora de que el portón queda bien cerrado.
            “Como siga pensando en las domingas de ésta voy a acabar empalmándome”, se dice él, mientras finge, pasándola, que ha acabado la página sobre la que tiene la vista fija.
            -Un poco más y no lo coges, ¿eh? -dice.
            -Casi casi -dice ella-. Tuve que hacer un trasbordo y la cosa ha resultado un poco accidentada.
            -No eres de por aquí, ¿verdad? Lo digo por el acento.
            -Del norte, hermoso. Vengo del norte. ¿Y qué le pasa a mi acento?
            -No, no es eso -dice él, retirando el dedo que marcaba la página, segunda consecutiva sin leer.
            -Entonces qué.
            -Nada, nada. Sólo quería entablar una conversación, ser amable. Vamos a pasar más de siete horas juntos hasta que lleguemos.
            -Ya. Me vas a tener que perdonar, pero aún estoy un poco nerviosa. Las prisas, ya sabes.
            -No pasa nada -dice él, cerrando definitivamente el libro-. Está todo olvidado.
            Ella sonríe. La sorpresa que le causa su propio gesto hace que se le enciendan suavemente las mejillas, sin maquillar. Se hunde en el sillón con un suspiro. Las luces de aviso para abrocharse el cinturón de seguridad parpadean. Al momento están ya despegando.
            Una vez en el aire, apagados los avisos luminosos, él abre de nuevo su libro. Retoma su lectura dos páginas más atrás de donde le indica la marca. No pasa ni un minuto y su imaginación ya explora las posibilidades de la ropa interior de su compañera de vuelo. “Parece más relajada ahora”, piensa. “Quizá quiera charlar un poco. Sí que está buena, la muy...”
            -Bueno, míster lecturas -interrumpe ella sus pensamientos-, no parece que estés muy concentrado.
            -No, la verdad es que no demasiado -confiesa él-. Al menos no tanto como precisa esto.
            -A mí lo de leer no me va demasiado, ¿sabes? Pero si te molesto, lo dices. Saco el walkman y te dejo a solas con tu libro. Te aseguro que llegarás a creer que no hay nadie junto a ti.
            -Ya estoy solo la mayor parte del tiempo. Me gusta que me interrumpas -dice él. Cierra el libro y lo atrapa en la redecilla del asiento de delante.
            -A mí también me gusta lo que veo.
            Se están mirando uno a otro fijamente. El inconfundible brillo del deseo aparece en sus ojos. Con el pulso acelerado, titubeando, acercan los labios hasta fundirlos en un beso, fugaz y torpe al principio, algo más cálido una vez que encuentran el acoplamiento adecuado. Unos segundos para recuperar el aliento, la sensación de realidad del momento, para resolver que no se trata de un sueño. “Quizá sea la altura”, piensa ella. “Sabía que ésta caía”, piensa él. “No para de meterme lengua, el tío. Demasiado rápido, demasiadas ansias”, piensa ella. Sus gestos le contradicen: hurga en la bragueta de su compañero hasta dar con la cremallera. La baja despacio, con un rumor metálico, mientras se humedece los labios. “Si esto sigue así acabo encima de ella”, piensa él.
            -Qué te parece si cojo una manta y la echo sobre nosotros -dice.
            La portezuela encima de sus cabezas se eleva pesadamente, impulsada por un brazo hidráulico. Dentro, dos almohadas, pálidas, y dos mantas con estampados escoceses y flecos en los bordes. Coge una. Pesa poco: es delgada. Se sienta. Extiende la manta de modo que les esconda de cintura para abajo. Ella juega en el borde de la manta con dos dedos a modo de piernas que pasean y escarban. Su mano desaparece bajo los cuadros rojos y verdes. La desliza hasta alcanzar el sólido bulto de la entrepierna.
            -Menudo aparato que tienes aquí -dice ella.
            Lo sacude con energía, despreocupada gracias al improvisado camuflaje escocés. Con la otra mano se desabrocha dos botones de la chaquetilla de algodón que apenas si contenía ya su busto hinchado por una respiración agitada. Él capta la oferta y, con fruición, introduce su mano sudorosa entre las puntillas de un sujetador bermellón. Soba, pellizca, manosea, se recrea en mil recovecos.
            -Oye -dice él-, por qué no me la comes un poquito, ¿eh?
            Ella le mira incrédula, boquiabierta.
            -Creo que te estás pasando un poco -dice.
            Él advierte el paso en falso que acaba de dar. Pretende dar marcha atrás, suavizar la tensión mordisqueándole el lóbulo de la oreja, pero ella no se deja.
            -No, mira, esto no está nada bien -dice ella.
            -¿Cómo que no está nada bien?
            -Que te digo que no. Mejor lo dejamos ahora, ¿vale?
            -Yo no quiero dejarlo...
            -¡Pero yo sí! -dice ella, conteniendo el grito. Saca la mano de su escondrijo caluroso, se abrocha los botones de la blusa. Se levanta y le hace saber al otro sus intenciones de ir al baño. Al salir entrechocan sus rodillas. Él da un respingo en el asiento. Ella se apresura hacia el pasillo. Se pierde en la cola del avión.
            Perplejo, él retira la manta que le cubría. Aún tiene la bragueta bajada. Siente los latidos acumulados, el calor reblandecedor. Un último suspiro de derrota.
            Ella se encierra en el servicio. Una luz vaporosa ilumina el reducido espacio cuando echa el pestillo de la puerta. Se deshace del abrazo ceñido de su cinturón. Con el pantalón por las rodillas se fija en sus bragas, burdeos, desacordes con el sujetador. Caen pantalón y bragas a los tobillos al sentarse en la taza metálica. A su izquierda, encima de un lavabo de bordes redondeados, un espejo mínimo recoge su imagen en un juego de reflejos con las paredes aceradas. Baja la vista hacia el fondo del desagüe, inalcanzable. Se confunde ya con su mano, que separa y aprieta y se hunde y gira en círculos bajo un bosque de vello enmarañado.

Luis Ingelmo, inédito


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