De la
mecánica de los cuerpos / erotismo y poesía (II)
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EN EL MAR
(A partir de una experiencia compartida con Y. V.)
(A partir de una experiencia compartida con Y. V.)
Hay algo en las olas que
permanece;
quizá son reflejos que están
y no están, como yo cuando él me follaba
y veía mis propios ojos
mirándome desde el cristal de sus gafas.
Ojos míos fijos en mí
–los de él estaban cerrados–
y el esfuerzo de sus caderas, y su sudor
haciéndome sentir como un balanceo
y un suave impulso ascensional. Coronara
o no coronara, sentía
un agua que subía despacio, cálida
desde el fondo, y también
una cierta indiferencia placentera
al notar que la quilla se hundía poco a
poco.
Desaparecido, inerte
el casco también se hundía con sus remos
llevándome con él a pique.
Luego, los dos bien abajo, nos mirábamos;
veíamos los pecios subir hacia la luz
y nada en aquellos fondos
nada que rindiera tributo
a la verde superficie ondulante
nos compensaba por tanto desfallecimiento
y nuestra credulidad en la otra vida.
Luis Muñiz, inédito
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TROZO
(A partir de una experiencia compartida con L. M.)
(A partir de una experiencia compartida con L. M.)
Beso en fuga corazón late alto
alejado amante
mortal
transitable
cabeza en
redondos imagina el barco
bailo
deriva asoma
en el esperma
Yolanda Vázquez, inédito
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Veo el deseo
entre las sombras. Miro
absorto sus idas y venidas,
sus espasmos; voy
tras él.
Me acerco, esparce
sus cabellos sobre mí y
deseo
como nunca he deseado:
disuelto
ya en su carne, nada soy
fuera de mí.
No quieras, me dice, dar
forma a lo informe;
de mi flujo nacen
los cuerpos y, muertos,
descompuestos
en polvo, tierra y aire
prosigo mi vuelo
errático
hacia otros cuerpos
que se anudan
convulsos, como si algo
los partiera en dos.
Misael Ruiz Albarracín, inédito
¶
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Tony Scott, The Hunger, 1983
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Y ME ECHÉ Y ME TUMBÉ EN SUS CAMAS
Cuando entré en la casa del
placer,
no permanecí en el vestíbulo, donde celebran
con cierta compostura los amores aceptados.
no permanecí en el vestíbulo, donde celebran
con cierta compostura los amores aceptados.
Me dirigí a las alcobas ocultas
y me eché y me tumbé en sus camas.
y me eché y me tumbé en sus camas.
Me dirigí a las alcobas ocultas,
que da pudor incluso hasta nombrarlas.
Mas yo no me avergüenzo, pues de hacerlo,
¿qué poeta sería, qué clase de artista?
Mejor ser un asceta: más acorde,
mucho más consonante con mi poesía,
antes que recrearse en vestíbulos comunes.
Mas yo no me avergüenzo, pues de hacerlo,
¿qué poeta sería, qué clase de artista?
Mejor ser un asceta: más acorde,
mucho más consonante con mi poesía,
antes que recrearse en vestíbulos comunes.
C. P. Cavafis. Traducción de Juan Manuel Macías
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ayer de tus labios manaba una
sonrisa al escucharme decir que tenías que ponerte un vestido por el que fuera
fácil meterte mano hoy por las calles corretea la pobreza respirando el
desprecio de los que desayunan despidos leyendo la prensa ayer la lluvia
salpicaba tu vagina que se encontraba tan cerca de mi pensamiento que hervía
bajo las sabanas frías mañana las promesas de los bancos romperán como modernos
casanovas los corazones de la infantería hoy los estruendos de la dinamita
interrumpen el discurso de mariano a los cocodrilos ayer en las desmedidas
curvas de las inmobiliarias los especuladores jugaban a excitarse con la
economía mañana en el silencio enloquecido que se revuelve entre tus piernas
dejaré la mantequilla para que estos versos húmedos te penetren de adjetivos
Jaime Luis Martín, inédito
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Avión
-¿Me permites, por favor? -pregunta ella.
Él se hunde ligeramente contra el respaldo del asiento,
apoyado sobre los brazos, y sonriendo le invita a que ocupe su lugar. Con
movimientos rápidos, algo bruscos a pesar de su decisión, ella se abalanza
hacia la deseada comodidad del sillón. Al pasar junto al otro, inevitablemente
las piernas de ambos se tocan. Para cuando ella vuelve la cara hacia la
ventanilla, segura en su aposento, él ya ha tenido tiempo de sobra para
desnudarla con la vista. En una radiografía de urgencia, determina con pericia
la anchura de los huecos y lo cerrado de las curvas. De pronto se percata de la
sonrisa imbécil que se le ha quedado colgada de las mejillas y, azorado,
retorna a su lectura interrumpida. Algo de Djuna Barnes, posiblemente.
“Menudas tetas que tiene la tía”, piensa, las negras
líneas en la página un borrón indescifrable. “Y el culo tampoco lo tiene nada
mal”.
Al fondo, una figura de blanco y azul se cerciora de que
el portón queda bien cerrado.
“Como siga pensando en las domingas de ésta voy a acabar
empalmándome”, se dice él, mientras finge, pasándola, que ha acabado la página
sobre la que tiene la vista fija.
-Un poco más y no lo coges, ¿eh? -dice.
-Casi casi -dice ella-. Tuve que hacer un trasbordo y la
cosa ha resultado un poco accidentada.
-No eres de por aquí, ¿verdad? Lo digo por el acento.
-Del norte, hermoso. Vengo del norte. ¿Y qué le pasa a mi
acento?
-No, no es eso -dice él, retirando el dedo que marcaba la
página, segunda consecutiva sin leer.
-Entonces qué.
-Nada, nada. Sólo quería entablar una conversación, ser
amable. Vamos a pasar más de siete horas juntos hasta que lleguemos.
-Ya. Me vas a tener que perdonar, pero aún estoy un poco
nerviosa. Las prisas, ya sabes.
-No pasa nada -dice él, cerrando definitivamente el libro-.
Está todo olvidado.
Ella sonríe. La sorpresa que le causa su propio gesto
hace que se le enciendan suavemente las mejillas, sin maquillar. Se hunde en el
sillón con un suspiro. Las luces de aviso para abrocharse el cinturón de
seguridad parpadean. Al momento están ya despegando.
Una vez en el aire, apagados los avisos luminosos, él
abre de nuevo su libro. Retoma su lectura dos páginas más atrás de donde le
indica la marca. No pasa ni un minuto y su imaginación ya explora las
posibilidades de la ropa interior de su compañera de vuelo. “Parece más
relajada ahora”, piensa. “Quizá quiera charlar un poco. Sí que está buena, la
muy...”
-Bueno, míster lecturas -interrumpe ella sus
pensamientos-, no parece que estés muy concentrado.
-No, la verdad es que no demasiado -confiesa él-. Al
menos no tanto como precisa esto.
-A mí lo de leer no me va demasiado, ¿sabes? Pero si te
molesto, lo dices. Saco el walkman y te dejo a solas con tu libro. Te
aseguro que llegarás a creer que no hay nadie junto a ti.
-Ya estoy solo la mayor parte del tiempo. Me gusta que me
interrumpas -dice él. Cierra el libro y lo atrapa en la redecilla del asiento
de delante.
-A mí también me gusta lo que veo.
Se están mirando uno a otro fijamente. El inconfundible
brillo del deseo aparece en sus ojos. Con el pulso acelerado, titubeando,
acercan los labios hasta fundirlos en un beso, fugaz y torpe al principio, algo
más cálido una vez que encuentran el acoplamiento adecuado. Unos segundos para
recuperar el aliento, la sensación de realidad del momento, para resolver que
no se trata de un sueño. “Quizá sea la altura”, piensa ella. “Sabía que ésta
caía”, piensa él. “No para de meterme lengua, el tío. Demasiado rápido,
demasiadas ansias”, piensa ella. Sus gestos le contradicen: hurga en la bragueta
de su compañero hasta dar con la cremallera. La baja despacio, con un rumor
metálico, mientras se humedece los labios. “Si esto sigue así acabo encima de
ella”, piensa él.
-Qué te parece si cojo una manta y la echo sobre nosotros
-dice.
La portezuela encima de sus cabezas se eleva pesadamente,
impulsada por un brazo hidráulico. Dentro, dos almohadas, pálidas, y dos mantas
con estampados escoceses y flecos en los bordes. Coge una. Pesa poco: es
delgada. Se sienta. Extiende la manta de modo que les esconda de cintura para
abajo. Ella juega en el borde de la manta con dos dedos a modo de piernas que
pasean y escarban. Su mano desaparece bajo los cuadros rojos y verdes. La
desliza hasta alcanzar el sólido bulto de la entrepierna.
-Menudo aparato que tienes aquí -dice ella.
Lo sacude con energía, despreocupada gracias al
improvisado camuflaje escocés. Con la otra mano se desabrocha dos botones de la
chaquetilla de algodón que apenas si contenía ya su busto hinchado por una
respiración agitada. Él capta la oferta y, con fruición, introduce su mano
sudorosa entre las puntillas de un sujetador bermellón. Soba, pellizca,
manosea, se recrea en mil recovecos.
-Oye -dice él-, por qué no me la comes un poquito, ¿eh?
Ella le mira incrédula, boquiabierta.
-Creo que te estás pasando un poco -dice.
Él advierte el paso en falso que acaba de dar. Pretende
dar marcha atrás, suavizar la tensión mordisqueándole el lóbulo de la oreja,
pero ella no se deja.
-No, mira, esto no está nada bien -dice ella.
-¿Cómo que no está nada bien?
-Que te digo que no. Mejor lo dejamos ahora, ¿vale?
-Yo no quiero dejarlo...
-¡Pero yo sí! -dice ella, conteniendo el grito. Saca la
mano de su escondrijo caluroso, se abrocha los botones de la blusa. Se levanta
y le hace saber al otro sus intenciones de ir al baño. Al salir entrechocan sus
rodillas. Él da un respingo en el asiento. Ella se apresura hacia el pasillo.
Se pierde en la cola del avión.
Perplejo, él retira la manta que le cubría. Aún tiene la
bragueta bajada. Siente los latidos acumulados, el calor reblandecedor. Un
último suspiro de derrota.
Ella se encierra en el servicio. Una luz vaporosa ilumina
el reducido espacio cuando echa el pestillo de la puerta. Se deshace del abrazo
ceñido de su cinturón. Con el pantalón por las rodillas se fija en sus bragas,
burdeos, desacordes con el sujetador. Caen pantalón y bragas a los tobillos al
sentarse en la taza metálica. A su izquierda, encima de un lavabo de bordes
redondeados, un espejo mínimo recoge su imagen en un juego de reflejos con las
paredes aceradas. Baja la vista hacia el fondo del desagüe, inalcanzable. Se
confunde ya con su mano, que separa y aprieta y se hunde y gira en círculos
bajo un bosque de vello enmarañado.
Luis Ingelmo, inédito
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