26.2.12

cristián gómez olivares / 5 poemas


una dama es una dama es una dama es una dama
(A Juan Luis Hernández Milián)

Con la misma elegancia de un barco que se hunde
aunque el capitán no quiera darse cuenta
ni los tripulantes le hayan informado.

Con la mala suerte en el amor
que acompaña a los eternos
perdedores de veintiuno

y escala real. Observando
el mismo y riguroso lenguaje
que adoptaran tanto los amantes

clandestinos como los militantes
de la misma condición: para darte
simplemente las gracias, para que no

se te olvide esa vez que fuimos a Milwaukee
tu pelo a imitación de las estaciones seguía
siendo rubio y las deudas no nos importaban.

Éramos pobres y el auto no
tenía seguro: pero eso
era para ti como

los venados que tuve que esquivar en el camino.
Un animal a punto de morir que
después podríamos cocinar

para recordar esos tiempos felices
cuando las palabras no se habían separado
de las cosas y no era necesario hablar en clave:

una rosa era una rosa era una rosa
permitidme hacer la cita en el pasado
permitidme respirar nuevamente bajo el agua:

o por lo menos así lo parecía.



*



lastra

En las costas de este océano también existe una epopeya.
Protagonizada por el mar y sus testigos. Aquellos
que captan con sus celulares lo que otros

describían con párrafos que se reservaban el tono y
el derecho de una despedida. Mis hijas comparecen
ante otro oleaje, la mujer que amo, permítanme

llamarla así, ha pronunciado como los guerreros
de un ejército aquel viejísimo suspiro
ante la inmensidad. Thalassa,

Thalassa, susurró con alegría. Mientras
tanto los que estábamos presentes
quedamos a la espera de algún hecho

sobrenatural o de una traducción.
No habíamos llegado a ninguna parte.
Los años que llevamos haciendo

las maletas no han sido en vano.
Nunca viajamos ligeros de equipaje.
La casa que llevábamos con nosotros

guardaba todavía aquel aroma
de los árboles que le daban sombra
a nuestro patio. Olmos, cedros santiaguinos

y boldos que llegaron con la colonia.
Las olas reventaban sin poder botar los muros
de esta casa. Esa es la epopeya

de la que hace rato les vengo hablando.
Allá ustedes si se niegan a escucharme.



*



casa
(vía unitiva)

Comprar una casa después de disputársela
a los otros compradores. Reunirse alrededor
del fuego a disfrutar de los pedazos compartidos
de la presa. Comentar la caza, amueblarla:

ordenar los muebles de acuerdo a ciertas
categorías que nadie ha mencionado, una
disposición que sólo los adultos del hogar
mencionan casi de rebote, cuando están

hablando de otros temas y deslizan en un par
de comentarios las decisiones más importantes,
las huellas que van a seguir por el bosque, las
armas a utilizar, las que tendrán que prender

el fuego para la carne una vez que los planos
estén terminados y se hayan mandado a pedir
los materiales: para darle a la casa alcance.




*



la tradición y el talento individual
(vía descriptiva)

Hay que salir a caminar, hay que sentarse a conversar con la gente,
hay que estrecharle la mano a los vecinos, poner teléfono, dar
la luz, hay que aceptar los folletos que reparten en la calle

los bomberos vestidos de civil, reclamando por los despidos
injustificados y los recortes en el presupuesto municipal, hay
que salir a manejar y perderse, hacer preguntas, equivocarse

resulta imprescindible. El margen de error es bienvenido,
las ratas son parte del acueducto y el acueducto
construido en mil novecientos doce es parte de la casa,

los préstamos ahora tienen interés reducido,
los corredores de propiedades disimulan con risitas
nerviosas la escasez de compradores, el lenguaje se torna

enrevesado y cuándo no, pero la casa imperturbable
no resulta un adjetivo, no hay descripciones que
valgan la pena cuando uno se puede pasar la

vida epigrafiando, abriendo el recital con
un saludo a la bandera dirigido con
astucia para la gradería, el ruido

ensordecedor de los asistentes a la lectura:
se justifica ante el aire flemático de la casa
y la torpeza de sus nuevos habitantes que

seguirán buscando los interruptores de la luz
para prenderlos y apagarlos a discreción
según sea su estado de ánimo, más pudre el miedo

que la muerte es aquello que aún no saben
y sin embargo siguen reuniéndose
con descuido en torno a la mesa

o con descuido en torno del televisor 
con tal de disputarle el miedo al territorio
cada metro cuadrado un campo de batalla,

exactamente lo mismo que pasa con los
clásicos: los roedores también se reúnen 
con descuido en torno a los libros recién

encuadernados y los restos de comida
que dejaron las niñas al almuerzo: el silencio

cómplice de las abuelas no las librará
de esas plagas bíblicas o suburbanas
que ningún flautista podría resolver:

los gatos son un lugar común insoportable
pero al igual que los espejos demasiado
demasiado necesarios.



*



fuego que se hacía en las torres o atalayas
para dar aviso de algo (como de tropas enemigas
o de la llegada de embarcaciones)

Esto que alguna vez fue una alameda
continúa llamándose así. La ausencia
de los árboles no oculta las otras ausencias.
Ya no está el mohicano a las afueras de la iglesia
de San Francisco. Ya no está el lienzo
colgando del frontis de la casa central de la católica
sentenciando que El Mercurio miente (lo sabíamos).
Ni sesiona la junta en el edificio Diego Portales
que tampoco se llama así. La llama de la libertad
está apagada. No sé si todavía está en pie La Blondie.
El Club de la Unión tiene una réplica en Las Condes.
Las almenaras ubicadas en los ministerios contiguos
a La Moneda han desaparecido. Sin embargo
permanecen los vigías. Todavía los prismáticos
cumplen la misma función que cumplieran
cuando los barcos se perdían en alta mar.
Otras ausencias han sido olvidadas
no de manera involuntaria. Preferiría
recrear mi niñez con imágenes ligadas
a la pobreza que me otorgarían el favor
de ciertos jóvenes: sin embargo el peso de
la noche nos hace transitar todavía noctámbulos
por la alameda, como si el mundo o Santiago
nos debieran todavía el tiempo, la confianza
depositada en que va a pasar la última micro
aunque el día haya reanudado nuevamente
sus labores y sus esbirros se lamenten
al pasar acoquinados por delante de nosotros:
ladraríamos si pudiéramos, no es que no seamos
perros. Lo que pasa es que nos tienen
amarrados el hocico.





Cristián Gómez Olivares (Santiago de Chile, 1971), poeta y profesor de literatura, reside en Estados Unidos. Ha publicado, entre otros títulos, Alfabeto para nadie (Valparaíso, Fuga, 2007), Como un ciego en una habitación a oscuras (México, Conaculta, 2005), Pie quebrado (Salamanca, Amarú, 2004, Premio de poesía Víctor Jara), Inessa Armand (Santiago de Chile, La Calabaza del diablo, 2002) y Homenaje a Chester Kallman (Luces de Gálibo, 2010). Su último libro hasta la fecha es La casa de Trostsky (La isla de Siltolá, 2011).

21.1.12

eli tolaretxipi / 5 poemas de edgar

dolor

Pain has an element of blank…
 
Emily Dickinson

Lo primero que pierdo al caer
en el pozo es la sintaxis.
Sólo palabras sueltas
como dolor o visión de herida,
magulladura, arañazo, imposibilidad de
saber si antes, o
si la marca es el recuerdo
de algo. La hinchazón
oculta por el pelo podría
parecer irrisoria, patética, evitable.
Y qué me dices del ruido.
Será que el agua hierve o son aplausos, el agua o
un piano que imita los músculos
del mar, sus hombros, los brazos,
las manos que apartan la densidad.



no dolor

La mano abierta
presiona el muro,
detiene la hemorragia.
Una luz la oscurece,
le quema los bordes.
El destino se pierde
en las rayas asimétricas,
en la disposición desigual
de las manchas.
Hay cierta fluidez
parecida a la felicidad.
Un magnetismo distante como
una cura de deseo que se resiste.



lenguaje

La incomunicación es grandiosa,
absoluta, muy superior al silencio.
El discurso fluye como un río lento,
caudaloso, oscuro. No se ve lo que
pasa por debajo. A flote, nada que
consuele. Alguna rama de árbol de
otra historia. La turbiedad sirve
para ignorar el movimiento de
alcohol, de dinero. Se mencionan
el paisaje, el clima, lo que da de sí
el viento.



composición II

La función de los objetos
es la espera en la oscuridad.
Una luz remota los encuentra.
La ceniza revolotea como un bicho
bajo el ventilador.
No veo que la cuerda gire
pero parece como si el cordón
cortara las aspas.
Le quito los zapatos llenos de agua.
Flotan papeles escritos.
Papeles escritos pegados
a la planta de los pies.



composición III

Viguetas y entramado.
Palo de borracho y caña amarga.
Desvarío, como si se desdoblara.
Una sigue sentada frente a mí.
La otra quiere secarse.
Busca una toalla,
luego sábanas blancas.
Regresa a su funda.
Gira y la crisálida la envuelve.

 

Eli Tolaretxipi nació en San Sebastián. Es poeta, profesora y traductora. Ha escrito los libros de poemas Amor Muerto – Naturaleza Muerta (Bassarai, 1999), Los lazos del número (Bassarai, 2003), El especulador (Trea, 2009) y Edgar (inédito). Ha traducido, entre otros autores, a Sylvia Plath, Elizabeth Bishop, Menna Elfyn, Aurelia Arkotxa, Itxaro Borda, Tess Gallagher, Lydia Flemm y Patti Smith. Sus poemas han sido traducidos al italiano, al francés y al inglés.


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8.1.12

javier arnaldo / 3 poemas de nosotros



Suresh

Olía a una hierba conocida
cuando tomamos aquel camino
que pisábamos por primera vez.
El riachuelo se arrastraba
sobre su huella rehundida.
Caminábamos en fila india
al lado de ese dios exhausto.
La brisa le llevaba un rumor de letanías.

Y pensé: más joven es el corazón,
cuanto más antigua la tierra.

Las heces secándose al sol.
Recostadas en la lejanía
las sombras robustas de los mangos.
Tengo hermanos y primos que viven aquí.
Reían los campesinos en una lengua muerta.
Reconociste entonces la hermosura
de los campos de garbanzos
y yo entendí por qué nunca estamos solos.




La alianza

Cómo hallar otro ejemplo.
Revoloteó una pareja de loros,
y la fábula tuvo lugar
donde zumban las abejas.

Las flores se abrieron como proverbios.
Se combaban los tallos,
temerosos como la primera vez.

En mi mano quedó
el poblado tacto de la rosa.
El último pétalo es la llave.
Abre conmigo aquella puerta.





La charca

Mojados y negros
los ojos que se abren y se muestran
como los lomos de las búfalas
asomándose en los charcos.
Mojados y negros, reparadores
como la lluvia del monzón, grandes
como las huellas del camello en la arena,
tiernos como las ubres de las búfalas,
obsequiosos como el vuelo azul de las palomas,
mojados y negros, cálidos
como la saliva en las comisuras del cebú,
eran los ojos humanos.

Comparten mesa
quienes se dan de comer en la boca.
Comparten camino
los ojos que se cruzan
y miran luego la indecisa cometa
volar sobre los maizales.
Todo es alimento entre nosotros.
Entre nuestras miradas
el calor del cardamomo,
hervido en leche dulce,
servido en los ojos humanos,
adherido a un aire que huele a estiércol.

Y se suma lo que se corresponde,
los aromas, los olores, la dulce mantequilla.
En la mirada antigua la ubre exhalada.
Las manos hacen pan en el oído,
chapotean como las aguas en la orilla,
desplazadas por el lento ganado,
agitadas por el afecto del desayuno.
Se las oye perpetuar el receso como una lumbre.
Te acompaña en los ojos
el color de las búfalas remojadas
donde abundan los cultivos.




Estos poemas forman parte del libro Nosotros, editado recientemente por Árdora Ediciones. Javier Arnaldo (Madrid, 1959), reconocido autor de textos de ensayo e historia del arte, ha desarrollado igualmente una labor poética en sus libros Mecer y el labio (1981), Elogio de la tragedia (1983) y Color (1993), el primero y el último publicados en ediciones no venales.



25.12.11


ANITA BRENNER: VANGUARDIA, REVOLUCIÓN, IDENTIDAD

Eduardo San José Vázquez
Descubrir a Anita Brenner (Aguascalientes, 1905-1974) impone alguna rectificación y no pocas sorpresas. Su caso presenta aspectos que simplifican su imagen, por encima de su importancia en el llamado Renacimiento Mexicano. Pero una vez descubierta su obra, ésta supera el interés de las particularidades que la retrataban en su momento: su carácter de intelectual mexicana-estadounidense, judía, autora en lengua inglesa que vivió a ambos lados de la frontera.

Con frecuencia Brenner ha sido representada como “fuereña” en México, incorporada a la nómina de extranjeros que dejaron huella de sus impresiones mexicanas: Malcolm Lowry, D. H. Lawrence, Aldous Huxley, John Dos Passos, André Breton, Antonin Artaud o la generación beatnik. Otras veces, aparece como ejemplar del “nepantlismo” de que hablara Miguel León-Portilla: esa indefinición del transculturado, habitante de una tierra de nadie. Más allá de esto, Brenner reclama su importancia en la cultura mexicana del primer tercio del siglo XX, y solicita su pleno ingreso en la mexicanidad. Como observó Carlos Monsiváis, “su habilidad de integrar las herencias culturales […] le permitió aceptar la complejidad de lo mexicano” (1).
Brenner fue una poliédrica intelectual; antropóloga y folklorista, estudiosa del arte mexicano, periodista, editora, traductora, escritora de ficción. Ni siquiera esto dice gran cosa: es expresiva como testigo central de su época, la del Renacimiento Mexicano, un periodo de optimismo que respondía al afán de renovar el país tras la Revolución de 1910 a 1920.
La escritora aparece en esa época dorada en la que destacaron artistas como Diego Rivera, Frida Kahlo, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros, Francisco Goitia, Gerardo Murillo (Dr. Atl), Miguel Covarrubias, Fermín Revueltas, Rufino Tamayo, Carlos Mérida o Carmen Mondragón (Nahui Olin), entre otros. La efervescencia posrevolucionaria atrajo a intelectuales extranjeros fascinados por la reminiscencia de lo que antes de la Gran Guerra eran el Village neoyorkino, Montmartre, Montparnasse o Bloomsbury. Esto y la huida de la posguerra explican que encontremos a europeos como Jean Charlot, Tina Modotti o Sergéi Eisenstein, quien basó su inconclusa película ¡Que viva México! (1932) en el primer libro de Brenner, Ídolos tras los altares, publicado en Estados Unidos como Idols behind altars (1929). O a estadounidenses como los escritores Bertram Wolfe, Ernest Gruening, Katherine Anne Porter, Hart Crane o John Dos Passos, y artistas como Edward Weston, Max Gorelik o Pablo O’Higgins. En esta órbita de extranjeros suele aparecer Brenner, relegada a ella por sus coordenadas personales, más que por una obra que creó los mitos culturales del periodo, comenzando por el título de Renacimiento Mexicano, que debemos a ella y a Jean Charlot.
El Renacimiento hizo predominar las artes visuales, en torno a pintores, escultores, fotógrafos, cineastas o arquitectos, para quienes la formación de una estética revolucionaria dotaba a la nación de nuevos símbolos colectivos. De ahí que, en el afán de trasladar el espíritu de los cambios al pueblo iletrado, el núcleo del Renacimiento fuera visual. Esto, sin desdeñar a escritores como Mariano Azuela, Martín Luis Guzmán, Xavier Icaza, Antonieta Rivas Mercado, Salvador Novo o Manuel Maples Arce: una generación que aparece al público en Idols behind altars, poco antes de que opere la oposición entre el grupo Contemporáneos y el Estridentismo.
Más allá de que Brenner haya quedado relegada a un rol secundario y que sus libros se lean hoy como documento de época, de los que apenas se rescata el acierto de la frase que tituló su primera obra (como hace Paz en las adendas a El laberinto de la soledad), su influencia en el núcleo de esa inteligencia fue notable. Simples indicios plásticos son sus retratos fotográficos por Weston y Modotti, hacia 1926, además de los que la italiana sacó de la familia, como su madre o su hermana Dorothy; o la anónima instantánea de Weston Nude of A, más conocida como Pear-shaped nude (1925), que cuelga en las paredes del MOMA neoyorkino. Asimismo, su retrato pictórico por Jean Charlot (c. 1926), o el de su hijo Peter por Diego Rivera (c. 1945).


Pero importa atender a la recuperación del mundo prehispánico que desde la vanguardia lleva a cabo el Renacimiento, y la función de la escritora como autora de su primera conceptualización con Idols behind altars, así como de la primera historia integral de la Revolución, The wind that swept Mexico (1943). Como creadora de mitos discursivos, presenta el nuevo México tanto a los mexicanos como al extranjero. Una reevaluación que ponderaba los valores de la Revolución y sus expresiones artísticas, al tiempo que abría el arte prehispánico al preciso concepto de arte.


Ídolos tras los altares: mestizaje o insurgencia
En 1925 Brenner cursa Antropología en Columbia con Franz Boas, maestro del relativismo antropológico y mentor de Manuel Gamio, padre de la antropología moderna mexicana. Más que corriente académica, el relativismo era fruto necesario de la Revolución, como superación del positivismo de la “edad de la Razón” del Porfiriato. En 1926, la Universidad de México apoyó su investigación sobre las artes mexicanas, en dos libros. Brenner encarga las imágenes a Edward Weston, quien realiza un viaje por el país. Esto supuso la iniciación en la fotografía de Tina Modotti, amante de Weston, quien le enseñaría los rudimentos del arte, hasta hacer imposible precisar la autoría de algunas imágenes. Brenner tuvo listos los dos originales, Mexican decorative arts y Mexican Renaissance, primera muestra del nuevo arte, pero eran tan extensos que los fundió en Idols behind altars.
Idols behind altars fue la primera síntesis y el intento de reflejar el cambio del concepto de mestizaje a un nacionalismo complejo que proclamaba la multiculturalidad conflictiva. El valor del ensayo reside en su apología de un arte y una visión cultural —la presencia nativa como insurgencia, en lugar de armónico sincretismo— que muestra ya bajo una franca amenaza oficial y popular. El libro es el primero en reproducir, en inglés, los manifiestos del Sindicato de Pintores Revolucionarios, núcleo del Renacimiento, o el cartel-proclama de 1924 titulado “Protesta”, contra la “campaign [that] has been undertaken against the present movement of painting in Mexico”. Así, no sólo recogió el auge, sino la declinación y caída del Renacimiento.
La obra se divide en tres partes, con calas en la época prehispánica, la colonial y la contemporánea, donde concluye con capítulos a Siqueiros, Orozco, Rivera, Goitia y Charlot. Como intento de superar la academicista “edad media” del Porfiriato, rescata las corrientes subterráneas: el sustrato indígena, la propiedad asimiladora del barroco colonial, la gracia popular y narrativa de los exvotos, las pinturas de cantinas y pulquerías, y la obra de autores poco conocidos entonces, como José Guadalupe Posada y sus ilustraciones para corridos.
Pero Idols behind altars no es campo abonado para la fácil generalización, y encuentra su dificultad retórica donde lo hacía el propio Renacimiento: en la integración de las culturas nativas con la idea de revolución. La obra parte de la concepción cíclica del tiempo en las culturas mesoamericanas, que tendría su traslación en el fatalismo y escepticismo del mexicano; ironía raigal de una cultura donde también asomaría su carácter sarcástico, con la risa estridente del criollo. Tales ideas se aúnan a la presencia central de la muerte y su influencia en el devenir colonial, a través del memento mori del Barroco. La importancia del Día de Difuntos, la vecindad de los fantasmas, el asomo erótico y jocoso de la muerte actuaban como argumentos para un inmanentismo histórico incómodo, y no podían encontrar buen encaje con la idea de revolución, lo que posiciona a Brenner. Esto formaba parte del dilema del arte contemporáneo mexicano, que se debatía como arte de y para la Revolución. Brenner no intentó resolver esa contradicción, en cuya misma expresión encontró el Renacimiento el inicio de su fin.
La emergencia de las raíces culturales no dejaba de poseer el valor positivo de insurgencia, como la propia noción de Renacimiento: “Revolution in Mexico now means loyalty to native values” (2). Pero al tiempo, el nuevo arte imponía un fatal anclaje a la raíz por medio del nativismo, y un recordatorio de la condición humana, en su representación de los desastres de la guerra. En el contexto, esto se traducía en inequívoco escepticismo. Así, Brenner aclara la ambigua representación de la Revolución en el Renacimiento: el avance colectivo junto al fatalismo, evidente en la predilección, en Orozco, de las soldaderas, la abatida retaguardia. Orozco, que ya recibía el sobrenombre del “Goya mexicano”, encarnaba esa misma conciencia solitaria y oscura como reverso de una nueva época de luces. La tentación positivista del progreso revolucionario existía, y la naturaleza del ecce homo del nuevo arte esgrimió el indigenismo y el popularismo como corrección de la propia Revolución.
Desde este punto de vista, con la ambigua influencia de lo indígena como fatalismo histórico y como insurgencia, sostiene que el sustrato nativo emerge en el arte de la Revolución a través de dos símbolos centrales de la estética prehispánica: la calaca o calavera y la mano. Antagónicos y complementarios, en lo que se asocian con la muerte y el destino, con la creación y la voluntad.
El fatalismo indígena reaparecería, así, en el Renacimiento, como el pastel de Orozco El Indio Triste (c. 1920), cuya influencia rastrea hasta una escultura mexica, el ídolo sedente entonces encontrado en la Ciudad de México. Brenner refiere historias legendarias que hablan de un indio abatido por la pérdida de la Conquista. Pero matiza el fatalismo: sólo sería imagen de derrota a ojos de la arrogancia foránea, para resultar expresión seminal de la rebelión inmóvil. El símbolo de la mano recupera así su importancia, rastreado en las figuras mayas que representan la oración dirigida a la cuenca de las manos, o su aparición en los versos del rey-poeta Nezahualcóyotl, rescatada siglos más tarde por Emiliano Zapata: “The land belongs to him who works it with his hands” (3); hasta su simbolismo en el Renacimiento, comenzando por la foto de Weston en la contraportada de Idols behind altars, «Mano del alfarero Amado Galván».


En su circunstancia Idols behind altars no era sólo un ensayo cultural, sino un artefacto político de explosión retardada. La crítica a la institucionalización de la Revolución Mexicana se ampliaba a los peligros del totalitarismo. La politización de Brenner, ya acusada, derivaba de su conciencia de judía. Su preocupación por la situación europea y la evolución del fascismo y el antisemitismo, al ampliarse a la crítica de la institucionalización estalinista, la situará en otra Nepantla de la izquierda: la de las corrientes perseguidas en la izquierda, trotskismo y anarquismo. Desde 1933, aparece en comités trotskistas de Estados Unidos, junto a Waldo Frank o Dos Passos, combatiendo el antisemitismo, incluido el estalinista, y acusando al grupo de Obregón y Calles de traición a la esencia revolucionaria.
Por eso, no podía evitar indagar en la situación española, síntoma y antesala del conflicto total. En 1933 llega en su primer viaje, de un año, a España, que ampliará en otro entre 1936 y 1938, estancias para la que consigue una corresponsalía de The New York Times y colabora para la revista The Nation, entre otras. Su trotskismo determinará la retirada de la corresponsalía, entre otros incidentes que afectarán a su comprensión del contexto español desde el mexicano y a sus temores hacia la expansión de los totalitarismos.
En 1937 ayudaría al asilo de Trotsky en México, como una de las seis personas a las que se limitó su negociación. Al regreso del segundo viaje a España, y tras el asesinato de Trotsky, se abre una etapa vital de desencanto, tras el final del Renacimiento. Después de ser el arte oficial de la Revolución, hasta 1928, Brenner había recogido su liquidación —la preterición de Orozco, la subsistencia de Revueltas decorando gasolineras, el exilio interior de Goitia—, y la incomprensión popular —las mutilaciones y escarnios de frescos—. Con todo, esta etapa de madurez se abrió no sólo a la caída del Renacimiento, sino por su dispersión en la desconfianza del asesinato de Trotsky (Siqueiros había atentado contra él meses antes que Mercader); indicio único de la altura sin vuelta de los tiempos revolucionarios.
                           


NOTAS
(1) Ana Indych, “Entre dos mundos: Anita Brenner, identidad transcultural y arte mexicano en Nueva York”, en VVAA, Anita Brenner. Visión de una época, México, RM/ CONACULTA, 2007, p. 42.
(2) Anita Brenner, Idols behind altars, Modern Mexican art and its cultural roots, New York, Dover Publications, 2002 [facsímil, 1929], pp. 185-186.
(3) Brenner, p. 108. 
                
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Eduardo San José Vázquez , Universidad de Oviedo, es autor de las monografías Recuperaciones narrativas del siglo XVIII en la narrativa hispanoamericana del siglo XX. Ilustración y modernidad en el Caribe y de La memoria posible: «El sueño de la historia», de Jorge Edwards. Ilustración y transición democrática en Chile.