2.1.14



Paseando con Verlaine / 3 poemas      

Volver a Paul Verlaine. Una mayoría de los lectores de Las razones del aviador no hallará necesidad alguna. La poesía hispánica actual no tiene a Paul Verlaine por maestro, ni siquiera por uno de sus grandes autores. No fue un revolucionario del mundo poético. Sus méritos no son los de su admirado predecesor Baudelaire ni los de su protegido Rimbaud ni los de su coetáneo Mallarmé. Pero sus mejores poemas no resultan acartonados ni huecos. Cuando repite obsesivamente una idea, cuando reafirma enérgicamente lo dicho en versos anteriores, cuando se exige valor y se anima para evitar las tentaciones, va más allá de la maestría métrica y plasma la intimidad del hombre atormentado y, a la vez, cínico que fue. Además de convertirse en maestro de nuevas generaciones, mostró la sensibilidad suficiente para plasmar ambientes, captar la vivacidad de los colores y formas de las cosas, y con frecuencia mostrarnos ácidamente la mediocridad de nuestra vida. Su trayectoria literaria ofrece, como pocas, una coherencia radical entre vida y escritura. Tal vez, por ello merece un puesto destacado en los albores de la modernidad poética.
            Con él, con su protagonista poético, pasearemos por un desabrido París y por la orilla de un estanque crepuscular y por una feria en Bélgica (que visitó en su loca fuga con Rimbaud).
Las dos primeras composiciones, pertenecientes a Poemas saturnianos (1866), ofrecen dos líneas fundamentales de la poesía simbolista. Por una parte una instantánea del poeta en medio de la ciudad y una “pintura” poética de un estanque, al modo en que lo haría el gran pintor Monet. En ambos casos, el poeta es un paseante (flâneur) que se siente atraído poéticamente por el lugar y el momento por los que transita. En «Croquis parisiense» aparece el poeta en la ciudad desapacible y gris del invierno parisino, vulnerable a sus sueños de un mundo ideal (el de la antigüedad griega). En el poema, Verlaine parece mofarse un tanto de su propia ingenuidad. Ese tono un tanto burlón desaparece por completo en la bella estampa del jardín acuático que atrae al poeta por sus sonidos y colores hacia un sentimiento de belleza y misterio. Pero, además, el poema ofrece una impecable factura técnica pues, como el paseante que camina en círculos en torno al estanque, los versos trazan círculos en los que un detalle, a modo de ritornello, abre y cierra un periodo, y hasta el poema completo («sobre las aguas quietas» cierra el primero y el último). Como en los cuadros de los impresionistas, en ambos poemas se escribe como a pinceladas sueltas, ofreciendo sólo algunos detalles, de la ciudad y del jardín, que buscan sugerir más que describir todos y cada uno de los elementos de la escena. Las versiones van a cuatro manos: Hubert Bailleul / José María Castrillón.


ESBOZO PARISINO

La luna su color de cinc vertía
sobre ángulos obtusos.
Trazando un negro cinco humo salía
denso de los tejados puntiagudos.

El cielo estaba gris. Lloraba el cierzo
parecido a un fagot.
Lejos, discreto un gato frïolero
maullaba con extraña y rota voz.

Vagaba yo soñando con Platón
el divino, y además
con Fidias, Salamina y Maratón,
bajo el guiño azul de un farol de gas.


PASEO SENTIMENTAL

El ocaso lanzaba excelsos haces de luz
y la brisa mecía los pálidos nenúfares;
los grandiosos nenúfares en medio de los juncos
tristemente alumbraban sobre las aguas quietas.
Yo vagaba solo, paseando mis heridas
a orillas del estanque, por la hilera de sauces
donde la tenue bruma asemejaba un gran
espectro blanquecino que se desesperaba
y se lamentaba con la voz de las garcetas
que unas a otras se llamaban batiendo las alas
por la hilera de sauces donde vagaba solo
paseando mis heridas; y el espeso lienzo
de las tinieblas vino a ahogar los excelsos
rayos del atardecer  en sus ondas pálidas
y en aquellos nenúfares en medio de los juncos,
los grandiosos nenúfares sobre las aguas quietas.


Este tercer texto era uno de los favoritos de Pío Baroja. El poema aborda una escena de feria en la que un tíovivo gira y gira en apariencia alegre y emocionante. Es un poema ácido, en el que Verlaine subraya la mentira que alegra unas vidas mediocres e hipócritas.  No se ha podido conservar la rima abrazada entre el primer y el cuarto verso de cada estrofa y los dos versos interiores que refuerzan aún más la idea del balanceo. Uno de los méritos del poema es dejar su sentido abierto tanto a los animales que dan vueltas, como a la gente que trata de llenar su vida hueca entre la torpe alegría del gentío.  Todos seríamos esos caballos que giran en el enorme engaño sin sentido que serían nuestras vidas.


CABALLOS DE MADERA
Por Saint-Gilles,
vuelve acá
mi ágil
alazán
Victor Hugo
Girad, girad, caballos de madera,
Girad, girad, cien vueltas y otras mil,
girad , una y otra vez, girad siempre,
girad, girad al son de los oboes.

La gorda criada, el gordo soldado
como en su cuarto están en vuestros lomos;
porque, hoy, en el bosque de la Cambre,
ellos mismo sus propios amos son.

Girad, caballos de su corazón,
girad, mientras en torno a vuestros duelos
guiña el ojo el pilluelo malicioso,
girad al son del victorioso émbolo.

Es admirable cómo esto os embriaga,
¡ir así en este estúpido circo!
Bien a gusto la tripa y aturdidos,
tanto mareo y tan grato placer.

Girad, girad, sin que haga falta ya
utilizar jamás espuela alguna
que guíe vuestro galopar redondo,
girad, girad, sin esperanza de heno.

Daos prisa, caballos del espíritu,
pues ya la noche está cayendo, noche
que va a unir palomo con paloma,
lejos de la Señora y de la feria.

¡Girad, girad!, el aterciopelado
cielo de astros dorados va vistiéndose.
Ved cómo los amantes ya se van.
Girad al son alegre de tambores.
           



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