15.9.10

álvaro valverde / 3 poemas

aquí

para Vicente Valero

Estás sentado solo frente al valle
con un libro en las manos
que abandonas a ratos
para poder mirar,
con la calma debida,
cuanto la vista alcanza.
Suena el silencio. A veces,
el rumor de las ramas
o el canto intermitente de algún pájaro.
Respiras hondo. Ves.
Aprecias uno a uno los momentos
que te concede este vivir al margen.
No haces tuya la queja
de los que quieren irse
pero que aplazan siempre
la ocasión de su huida.
Permaneces aquí
por propia voluntad:
es éste tu lugar.
Tú eres de él.


la encina solitaria

Está en una colina, la rodean
rocas, retamas, tierra
donde el árbol arraiga
y parece que apenas se sostiene.
Me la mostró mi padre cuando, niño,
paseaba con él entre los canchos.
Desde entonces retengo su presencia
con la necesidad de lo que dura.
Desde lo alto, observa la ciudad.
Es lo primero que distingo al volver.
Lo último que miro cuando salgo
de las murallas de este microcosmos.
Es algo más que una vetusta encina.
Sola, en su altura, sosegada, es cifra
de la vida a que aspira quien resiste.



la vida interior

para Antonio Moreno

Mi vida es interior.
Vivo hacia dentro,
hacia aquello que allí
se oculta oscuro.
A través de los ojos
la luz entra en estancias
vacías y en penumbra
donde el tiempo se muestra
opaco, inescrutable.
A solas y en silencio
me paro a contemplar
lo que me pasa.
En un rincón angosto,
con aspecto de claustro,
donde canta una fuente
que visitan los pájaros.
Desde ese sitio escucho
la vida que a lo lejos
se me va para siempre. 

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Álvaro Valverde (Plasencia, 1959) ha sido coordinador del Plan Regional de Fomento de la Lectura, director de la Editora Regional de Extremadura, presidente de la Asociación de Escritores Extremeños, así como cofundador de la revista hispano-lusa, en dos lenguas, Espacio/Espaço escrito y director, junto a Jordi Doce, de la colección de poesía Voces sin tiempo.

Es autor de los libros de poemas Territorio, Las aguas detenidas, Una oculta razón (Premio Loewe), A debida distancia, El reino oscuro, Ensayando círculos, Mecánica terrestre y Desde fuera, los tres últimos publicados en la colección Nuevos Textos Sagrados de Tusquets.

Está incluido en algunas antologías de referencia y sus poemas han sido traducidos a diversos idiomas.

Ha publicado las novelas Las murallas del mundo y Alguien que no existe, y los libros de ensayo literario El lector invisible y Lejos de aquí.
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8.7.10

charles simic / una mosca en la sopa

Hace treinta años, cuando vivía en Nueva York, me quedaba casi todas las noches despierto escuchando los farragosos soliloquios de Jean Shepherd en la radio. Era un programa en el que se decían muchas cosas interesantes y se podía escuchar un poco de música. Una noche contó una larga historia que todavía recuerdo sobre cierto ritual sagrado que practicaba una tribu amazónica. A grandes rasgos, era algo así.


Una vez cada siete años los miembros de esta remota tribu cavan un profundo agujero en la espesura de la selva y dejan allí a su mejor flautista. Después, los miembros de la tribu se despiden de él para no regresar jamás. A los siete días, el flautista, con las piernas cruzadas en lo hondo del agujero, empieza a tocar. Los miembros de su tribu no pueden escucharle, por supuesto, sólo los dioses pueden hacerlo, y de hecho esa es la finalidad del rito.


Según Shepherd, que no tenía ningún reparo en engañar a sus insomnes oyentes, un antropólogo había permanecido escondido durante el ritual y había conseguido grabar al flautista. Esa noche, Shepherd iba a emitir aquella grabación.


Me pareció espeluznante. Un hombre a punto de morir, aturdido por el hambre y la desesperación, reunía las pocas fuerzas y la fe en los dioses que le quedaban. Un Orfeo del Nuevo Mundo, pensé.


Shepherd siguió hablando y hablando hasta que por fin, en el silencio de la madrugada, en mi cuchitril de la calle Trece Este, se escuchó el sonido débil y sobrenatural de la flauta: un lamento solitario e infinitamente triste mezclado, de vez en cuando, con la respiración todavía audible de aquel ser vivo resignado a aceptar la terrible situación en la que se hallaba. En aquel entonces me dio igual que la historia fuera real o una invención de Shepherd, y sigo pensando lo mismo. En realidad, todos vivimos en el fondo de nuestro agujero particular, incluso aquí en Nueva York.


Todas las artes tienen que ver con el callejón sin salida en el que nos encontramos. Es su atracción fatal. «Las palabras me fallan», suelen decir los poetas. Todo poema es un acto de desesperación o, si lo prefieren, una tirada de dados. Dios es el público ideal, sobre todo si no puedes dormir o si te encuentras en un agujero en el Amazonas. Si falta, peor todavía.


El poeta se sienta ante el papel en blanco con la necesidad de decir muchas cosas en el espacio limitado del poema. El mundo es enorme, el poeta está solo y el poema no es más que un fragmento de lengua, una pluma que rasga el silencio de la noche.


Puede darse el caso de que el poeta quiera hablarte de su vida. Un puñado de imágenes resultantes de un fugaz momento de felicidad o lucidez extremas. El anhelo secreto de la poesía es detener el tiempo. El poeta desea rescatar un rostro, un estado de ánimo, una nube en el cielo, un árbol en el viento y tomar una especie de fotografía mental de ese momento en que el lector se reconoce a sí mismo. Los poemas son instantáneas de otras personas en las que nos reconocemos a nosotros mismos.


Por otra parte, el poeta se ve empujado a decir la verdad. «¿Cómo debe expresarse la verdad?», se pregunta Gwendolyn Brooks. La verdad importa. Acertar importa. El consejo del realista es: abre los ojos y mira. Los defensores de la imaginación aconsejan: cierra los ojos para ver mejor. Hay una verdad que se percibe con los ojos abiertos y otra a la que se accede con los ojos cerrados, y a veces estas dos verdades no se reconocen cuando se cruzan por la calle.


Además, uno querría decir algo sobre los tiempos en los que vive. Toda época tiene sus injusticias y sus sufrimientos desmedidos, y la nuestra no es ni mucho menos una excepción. Hay que enfrentarse a la historia de la maldad humana, y todos los días encontramos nuevos ejemplos sobre los que reflexionar. Se puede pensar en ello todo lo que se quiera, pero comprenderlo ya es otra historia. Vivimos en una época en que hay cientos de formas de explicar el mundo. Se puede creer en cualquier cosa, en todas las religiones y en todas las variedades de cientificismo. Quizá la tarea de la poesía sea rescatar los vestigios de autenticidad que todavía se pueden encontrar en las ruinas de los sistemas religiosos, filosóficos y políticos.


Además, uno querría escribir un poema tan bien acabado que hiciera honor a la tradición representada por Emily Dickinson, Ezra Pound y Wallace Stevens, por nombrar tan sólo a algunos maestros.


Por otra parte, uno espera superar esa tradición, revolucionarla y ponerla del revés, y encontrar un espacio vital propio.


Por otra parte, uno querría entretener al lector con ayuda de deslumbrantes metáforas, arrebatos de imaginación y declaraciones desgarradoras.


Por otra parte, la mayor parte del tiempo uno no tiene ni idea de lo que hace. Las palabras hacen el amor en la página como moscas en el calor del verano, y el poema le debe tanto a la casualidad como a la intención. Probablemente incluso más.


Esto no es más que una pequeña comanda de un enorme menú que sólo podría servir una de esas divinidades hindúes con muchos brazos.


Un gran defecto de la poesía, o uno de sus mayores atractivos –depende de cómo se mire– es que pretende abarcarlo todo. A la fría luz de la razón, escribir poesía es imposible.




Las predicciones que leemos tan a menudo que afirman que la poesía está a punto de desaparecer son completamente erróneas, tan equivocadas como la mayoría de las profecías intelectuales del siglo XX. La poesía demuestra una y otra vez que las teorías generales no funcionan por sí solas. La poesía es la serenata del gato bajo la ventana de la habitación donde se escribe la versión oficial de la realidad. Los críticos académicos escriben, por ejemplo, que la poesía es un instrumento de la ideología de las clases dominantes y que todo es política. Resulta que los que atormentaban a Anna Ajmátova eran en realidad sus ángeles de la guarda. Pero ¿y si los poetas no estuvieran locos? ¿Y si fueran capaces de transmitir el sentimiento de un periodo histórico mejor que nadie? Obviamente, la poesía capta algo esencial de los seres humanos, algo que suele pasar desapercibido, y es esta cualidad inefable la que ha garantizado su longevidad desde siempre. «Para vislumbrar lo esencial… quédate todo el día tumbado y quéjate», dice E. M. Cioran. La poesía es mucho más que eso, por supuesto, pero como comienzo no está mal.


Los poetas líricos perpetúan los valores más antiguos de la Tierra. Afirman la experiencia del individuo frente a la de la tribu. Emerson decía que ser un genio equivalía a «creer en lo que piensas, creer que lo que consideras bueno para ti en lo más profundo de tu corazón lo es para el resto de los hombres». Desde los griegos, la poesía lírica siempre se ha basado en ese presupuesto, pero Whitman y Emerson lo convirtieron en la premisa fundamental de la poesía americana. Todo lo que hay en el mundo, sea profano o sagrado, debe ser examinado de nuevo a la luz de la experiencia personal.


En este lugar y en este momento, me asombro de estar viviendo mi vida… El poeta americano es el ciudadano moderno de una democracia que carece de una base histórica, religiosa o filosófica definida. Los marxistas solían burlarse de este tipo de afirmaciones y decían que eran «típicas del individualismo burgués». «Les encanta oler su propia mierda», decía un conocido mío aludiendo a los poetas. Era maoísta y la idea de que cada ser humano pudiera encontrar su propia verdad le resultaba incomprensible. Con todo, esto es lo que pensaban Robert Frost, Charles Olson e incluso Elizabeth Bishop. Eran realistas que todavía no habían decidido qué es la realidad. Su poesía defiende la santidad de esa búsqueda en la que la realidad y la identidad se redescubren eternamente.


No es en la imaginación ni en la identidad en lo que confían nuestros poetas ante todo, sino en los ejemplos, las narraciones o las experiencias concretas. Los poetas todavía tienen mucho de diarista puritano. Como sus antepasados, introducen observaciones sobre el estado de su vida interior en entradas de su diario que hablan del clima. El problema de la identidad siempre está presente, al igual que la persistente sospecha de que la existencia carece de sentido. La premisa de trabajo, sin embargo, es que cada individuo es representativo hasta en sus preocupaciones más íntimas, que el «problema estético», como ha dicho John Ashbery, es un «microcosmos de todos los problemas humanos», que el poema es el lugar donde el «Yo» del poeta, por cortesía de una alquimia visionaria, se convierte en el espejo de todos nosotros.


«América no está acabada, quizá nunca llegue a estarlo», dijo Whitman. Nuestra poesía es la conciencia dramática de ese estado. Su herejía consiste en considerar que una parte de la verdad es la verdad absoluta y en convertirla en «un lugar donde refugiarse temporalmente de la confusión», según la famosa formulación de Robert Frost. En física, lo infinitamente pequeño contradice la ley general, y lo mismo se puede decir de la buena poesía. Lo que nos gusta de ella es la naturaleza democrática de sus valores, su actitud temeraria, su individualismo y su libertad. No hay nada más americano y más esperanzador que la poesía americana.




Un perro negro encadenado menea la cola cuando paso a su lado. La casa y el granero de su amo se comban como si fueran a hundirse aplastados por el cielo. En el porche y en el patio mi vecino almacena coches viejos, cocinas, neveras, lavadoras y secadoras que trae del vertedero municipal para, en un futuro, darles un uso que no está claro, todavía por decidir. Todo está roto, oxidado, desmontado y disperso, excepto una incongruente estatua de escayola de la Virgen que parece nueva y que mira hacia abajo, como si se avergonzara de estar allí. Detrás de su casa, sobre el lago, se puede ver una espectacular puesta de sol invernal, como las de los cuadros que venden en la sección de ofertas de los grandes almacenes. Por lo que respecta al flautista, recuerdo haber leído que en los lejanos desiertos del sudoeste se pueden encontrar figurillas hechas con cerillas en las paredes de algunas cuevas y que algunas de ellas tocan la flauta. En New Hampshire, donde escribo esto, tan sólo se encuentra esta casa oscura, la estatua fantasmal, el silencio de los bosques y la fría noche invernal que cae a toda prisa.




Ofrecemos un adelanto, el capítulo 23, de Una mosca en la sopa [A Fly in the Soup], libro de memorias del poeta norteamericano Charles Simic que aparecerá a finales de año en Vaso Roto Ediciones en traducción de Jaime Blasco. Agradecemos a los responsables de la editorial su permiso para reproducir este capítulo en Las razones del aviador.

Charles Simic (Belgrado, 1938) emigró a los Estados Unidos en 1954, tras una infancia marcada por los difíciles acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial. Figura en la actualidad entre los poetas más relevantes y conocidos de los Estados Unidos por la originalidad y fuerza comunicativa de su obra. Ha recibido numerosísimos galardones y reconocimientos: entre ellos, el de Poeta Laureado de la Biblioteca del Congreso en el curso 2007-2008, o el Premio Internacional de Traducción del PEN en 1970, o el Premio Pulitzer en 1990 por su obra The World Doesn’t End. En España se han publicado tres amplias recopilaciones de su obra: El mundo no se acaba y otros poemas, trad. Mario Lucarda, Barcelona, DVD Ediciones, 1999; Desmontando el silencio, trad. Jordi Doce, Lucena, 4 Estaciones, 2004; y La voz a las tres de la madrugada, trad. Martín López-Vega, Barcelona, DVD Ediciones, 2009.
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22.6.10

susana barragués / 4 poemas

De diez pesetas
 
De diez pesetas, echábamos cinco a la limosna,

con las otras cinco, comprábamos
peta zetas, caramelos ácidos, que explotaban en lengua.
Desde el banco, competíamos a lanzar pepitas de sandía
o huesos de aceituna, lo más lejos posible.
Después, en casa, escupía la cena,
sesos de conejo, lengua de ternera, callos de cerdo.
Mi madre me dejaba sola, frente al plato
en la cocina, yo miraba
formarse una película de grasa sobre la sopa
al vecino del patio
pasear desnudo.

No había ira en la inocencia, la crueldad
era pura, el júbilo,
intenso. Yo le daba
puñetazos a la almohada, rompía los cuadernos
si la caligrafía no me salía perfecta. Una vez,
de una patada, rompí la puerta.
Llevaba un vestido con dibujos de limones, lazos en el pelo, sandalias
blancas. Mi primer novio se llamaba
El Fuerzas. El paseo duró del caño a la cuesta. De allí
me fui corriendo, a cepillar
mi lengua con jabón.

El mundo luce, es primavera,
hay una lluvia de hierba,
pétalos, semillas, polen, dibujos de tiza por el suelo.
Quiero subir a un hombre cuerdo
a un helicóptero, conducirlo y ver
si nos matamos. Pero ya no podemos
morir haciendo algo temerario, es la muerte
la que nos sorprende a nosotros, la infancia es
ahora de otros, la perplejidad, la ira o la risa
son placeres viejos.

(Yo tenía ya veintiún años, él diez, u once, quería que yo fuera
a recogerle a su colegio. Pensé que sólo quería presumir
de que conocía a una extranjera. Le esperé en la puerta, le llevé a tomar
café, no recuerdo de qué le hablé.
El niño abrió mucho los ojos, lo tragó todo, no dijo nada.
«Nunca había probado el café, vomitó por la noche», me dijo la madre.
«Creo que está enamorado

de ti.»

Sí,
los que arriesgan
son ahora otros.)


No Contemplación


Ante todo, hay que dejar constancia de la satisfacción que me producía contemplarte. Esto es así, es correcto escribirlo porque es preciso, se ajusta a los hechos.

Hay que comprender también que esto no volverá a repetirse y asumir que es posible acostumbrarse.

Lo demás, describir el reflejo en tu pupila, el fuego, la asimilación súbita de tu pensamiento es humillar, reducir a vulgar el lujo que suponía poder observarte en silencio.

Tú no tenías visión sobre ti. Esto supone que la pertenencia de tu imagen me correspondía por entero en esos instantes. Sólo yo sé qué resplandor y sombra tenía tu rostro.

Que yo sepa, los relojes, las paredes, todavía no tienen ojos.

Yo te veía. Entre mi ojo y el tú contemplado, había una extensión, una concreción palpable, una colección de cosas. Tu señalabas y yo miraba donde se posaba tu vista. Veíamos a un tiempo el mismo objeto, por ejemplo, el trozo de un camión sobre un charco, una pieza de metal que brillaba con extraña intensidad.

El pasado sucede de forma rápida. El presente era infinito. Al escribir renuncio para siempre a que estar viéndote siga ocurriendo. Es decir, asumo el hecho de que verte forma parte del pasado.

Ante todo, hay que decir, que había una satisfacción en contemplarte. Esto es así, es correcto escribirlo porque es preciso, se ajusta a los hechos.

No voy a preguntar si ese trozo de metal sigue brillando, o éramos nosotros, la coincidencia de nuestros ojos posados sobre él, los que le hacíamos brillar.



Los locos dibujan
una raya de tiza,
se desnudan,
uno frente al otro.
Después soplan, suavemente,
sobre sus rostros.  Debajo
de las axilas, cada uno
lleva una perla.

Pierde el que la deja caer.


Video-haiku en colaboración Cecilia Molano




Susana Barragués (Bilbao, 1979) es licenciada en Ciencias Ambientales (Universidad de León, 2001) y en Humanidades (Universidad de Burgos, 2006). Ha publicado el libro de poemas Los hipódromos del corazón (Fundación Jorge Guillén, 2002), La campesina fascinada (Injuve, Ministerio de Igualdad, 2007) y el libro de relatos cortos Los ladrones de cerezas (Fundación Bilaketa, 2007. Estos últimos años ha desarrollado su labor profesional como analista de vientos para el desarrollo de parques eólicos, impartiendo además los talleres de creación literaria de la Fundación IPES Elkartea de Pamplona. En el 2009 es becada por la Universidad de Nueva York, ciudad donde reside actualmente, para realizar un MFA en Escritura Creativa.

19.5.10

ángel fernández benéitez / 3 poemas

de Oscuras epopeyas (inédito)

anciana

Mi madre, cada día, se atrinchera en sus píldoras:
la azul para el dolor que le rompe la espalda,
la blanca le propicia el flujo de la sangre,
la rosa le regala el sueño de las noches,
calcifica la roja la escasa densidad de su osamenta.
Mi madre ha conseguido hacerse drogadicta ya muy tarde.

En su vejez mi madre sufre de sequedad del ojo izquierdo
Y, si llora por algo, le manan dos desiertos del lagrimal vacío.
Por si eso fuera poco, padece de egoísmo,
pero en su madurez nos atendía a todos.
Yo nunca conocí su juventud dichosa,
aunque debió de haberla.
Parecen confirmarlo ciertas fotografías
en que revela una aire fascinado
a lo Imperio Argentina. Hace ya tanto tiempo
que no recuerda besos ni amoríos.

Ha llegado –qué lástima– a la decrepitud
y el talle le ha mermado de tal modo que ahora
no encuentra la cintura que fue pasión e hijos.
Aún puede conocerme, pero no le intereso
más allá del instante en que me sabe
adulto en el abrazo, sometido a tinieblas. No desea
–es natural y lógico– que yo la arrastre a un limbo que no es suyo.

Mi madre se deshace de sí misma
y de nosotros con mucha reticencia.
Se centra en su salud que va desvaneciéndose
a medida que crece el tiempo que acumula.
Pero aún coquetea ante el espejo:
Me veo verde, hijo, mi color no era este.
Ya sabemos –le digo– lo hermosa que tú fuiste.
(Y sé que obro muy mal en el pretérito.)
De todas mis hermanas, de veras, la más guapa.
Y repite ochocientas
noventa y ocho veces lo bella que era ella.

Y si la riño, llora como niña pequeña.
Pero nunca transige con la decrepitud
que la hace inútil prisionera, dice
en un gesto de rabia sofocado,
y exige con sus lágrimas de sal únicamente
la parcela del día que le es propia.
.

el viajero

Escribo, por ahora, desde este aeropuerto
donde el aire es ausencia y puerta del destino.
El suelo está bruñido por tránsitos y adioses
y te escribo asfixiado de soledad umbría
después de muchos años que han sido desamparo.

A merced del olvido siempre torpe,
pasajeros remotos recorren las estancias
cuya luz acribilla bancos abigarrados:
ejecutivos nuevos flamantes en sus ternos,
turistas arlequines afanosos
de empecinados rumbos programados,
parejas en deshielo
con la urgencia de amor clavada en la mirada...
Toda la feria humana de vanidad errante y los socios
más tristes, solitarios y oscuros
que guardan su congoja ante un periódico
me acompañan aquí, en hora de partida.
Es una multitud que se despide
en antesala abierta, respirando el vacío
que por aquí dejaron oscuros transeúntes diferentes.
Muy sereno, al borde de la nada,
este tráfico aéreo comparto agazapado
tratando de olvidarme del olvido.
Un airbus moderno pondrá en fuga estas sombras.
Sus modernas maletas hacia consignas raras
portarán los secretos
que una mano guardó en alcoba distante.

He comprado en la tienda algunas golosinas,
un perfume italiano sin impuestos
y he tomado un café sentado al filo
de la inquietud urgente que avisan altavoces.
Mientras, un caballero me lanzaba miradas
proclives a urinario y una excursión de críos
ausentes de sus padres, en viaje escolar seguramente,
me ha arrancado hasta el alma en su alboroto.

Y ahora ya me embarcan
sin alma, con un olvido sordo.
Mi aire se hace ausencia y por el suelo
ya vuelan intangibles los adioses.
Cierro mi carta aquí
y me entrego a pasillos vacilante.


los amantes perdidos

Quién iba a descifrar los signos de sus dedos
escritos en la noche sobre la espalda amiga.
La noche tan lejana de los quince cumplidos
contra tanta inquietud que el pulso encarcelaba;
la noche arrebolada de aquellos diecisiete
que el otro se bebía en manantiales ácidos
apremiados de sexo totalmente incumplido.
La noche del cobijo, la noche de los premios:
dulce fue la ruleta que condenó a estar juntos
sus cuerpos disidentes a expensas de una sábana,
mejor telón de acero que aquel otro de oriente.
La noche de la fiesta, oscura la pensión,
en húmeda ciudad, sorteando las camas
para cinco eran dos, sin plaza más posible,
un lote de fortuna y tres azuleando
en la apartada envidia, pero el amor bebiendo
cosecha reservada con trago sin sosiego.
Qué fortuna callada al saber el reparto,
y los dos en el lecho junto a la desnudez
que cada cual amaba: una tela es distancia
y el pudor, no la piel, una tela muy fina
de púlpitos y rezos y mandamientos hondos.
Y cuando se apagaron las luces, como espuelas,
algo escribió en la espalda de su amigo y borraba
con la mano extendida, mejor caricia nunca,
para seguir diciendo con signos o caminos
un libro indescifrable de escondido deseo,
historia cuneiforme en el temblor escrita,
ni un escriba de Dios profetizara tanto
y en tanto desconcierto dejara las señales.
Quién iba a traducir el jeroglífico
que el menor de los dos proponía en trapecios
recién estremecidos, apenas asombrados,
desde luego tan tensos como aquella erección
que las palabras mudas al mayor provocaron,
palabras no entendidas sino en la piel tomadas
al dictado. La espalda, de tempestad y dunas.
Y en ese junto a ese sin los nazis, absurdos,
el uno contra el otro, fronteriza la sábana,
sin sueño en las pupilas, con sueños atrasados
y espesos como lava, el uno tras el otro,
formando con sus cuerpos peor emblema nunca
cruzaron por lo oscuro la noche del cobijo,
la noche del apremio, separados tan solo
por un telón de acero gastado por el uso,
el lienzo de un sudario que envolvía el amor
nacido como muerto, que no impidió a la mano
del más joven decirle a la espalda callada
que aceptara por fin un beso de su boca,
o no decía eso, quién sabe lo que dijo,
si el discurso era senda de caricias o no era
más que la lasitud del juego más oscuro.
¿Fue tanta la amistad del mayor, que lo amaba,
que no cedió al deseo o fue el miedo de ambos
lo que prohibió a las lenguas enredarse en diálogo?
Acaso fueron púlpitos las púas del alambre,
aquellos fieros púlpitos, como adarves del hombre
atropellado de hambre, corregido, educado
en tanta prohibición que la pasión sangraba.
Sobre la cera virgen de la espalda pequeña
debió escribir el otro, doliente, cómo te amo,
y repetir la muestra el pulso y las falanges,
los labios acallados, abrir la oscuridad
que al beso los llevaba sin encontrar camino.

Ángel Fernández Benéitez (Zamora, 1955) ha publicado Espirales (Fundación Sañudo Barquín, Toro, 1980), A la orilla del júbilo (Ayuntamiento de Teguise-Lanzarote, 1989), Epistolio (Libertarias, Madrid 1994), La conducta inocente (La Palma, Madrid, 1998), El ajuar de la noche (La Borrachería, Zamora, 2002) Cuaderno de otoño (Elguinaguaria, Arrecife, 2002), El sistema en la niebla (Iria Flavia, La Coruña, 2004) y La mar inmóvil (Cíclope Editores, Arrecife, 2007).


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1.5.10

r. s. thomas / 4 poemas


El claro en el seto
           
A Prytherch, ese hombre, el de la gorra rota,
le veía a menudo enmarcado en el claro
entre dos avellanos, los ojos vivos,
brillantes como espinos, contemplando la luz
pálida y amarilla que cubría el valle
al amanecer, donde el rocío despedía un halo
de bruma gris sobre las ovejas y los corderos.
¿O era una apariencia que, con vigoroso trazo,
dibujaban las ramas sobre aquel trozo
desnudo de cielo? Porque allí sigue,
a primera hora, cuando la luz es buena
y, de pronto, al pasar un ave, alzo la vista.

De An Acre of Land (1952)


Navidad en la colinas

Vinieron por la nieve a la nieve
aún más pura del pan, lo sobaron
con sus manos enormes, acercaron sus labios
como bestias, la mirada fija en el oscuro cáliz
donde brillaba el vino, les supo acre
en la lengua, temblaron como quien recuerda
un pecado y escucharon al amor llorar
momentáneamente en el pesebre de su corazón.

Se levantaron y volvieron a sus pobres
tierras, desnudos bajo la inhóspita luz
de diciembre. Su horizonte se contrajo
al pequeño campo sembrado de piedras
y al árbol, donde la intemperie clavaba
el cuerpo horrorizado que había pedido nacer


El combate

No tienes nombre.
Hemos luchado contigo todo
el día, y ahora se acerca la noche,
la oscuridad de la que surgimos
buscando; anónimo,
te retiras y nos dejas curando
las contusiones y huesos dislocados.

No hay remedio para el fracaso
del lenguaje. Los físicos
nos dicen cuánto mides, los químicos
los ingredientes de tu
pensamiento. Pero nadie dice
quién eres, ni por qué
habrías de abordarnos
en las inocentes marchas
de vocabulario y azotarnos
con tu silencio. Morimos, morimos
sabiendo que resistes infinitamente
en la frontera del gran poema.

De Laboratories of the Spirit (1975)


Encorvados

La cabeza inclinada
    sobre las entrañas,
sobre el manuscrito, sobre el
bloque, sobre las hileras
        de nabos.

¿No levantan nunca la vista?
    ¿Qué les hace pensar
que arrodillarse
    es rezar?
Se trata de andar erguidos
        al sol.
¿Fue el peso de la mandíbula
    lo que encorvó sus espaldas
y mantuvo su visión
    por debajo de la línea del horizonte?

Tardaron dos millones de años
en enderezarlas,
    pero siguen encorvados
sobre los mapas, los instrumentos,
        la mesa de dibujo,
el ombligo matemático
    que es el guiño de Dios.

De Between Here and Now (1981)




Ronald Stuart Thomas (1913-2000) fue poeta y pastor de la iglesia anglicana en parroquias cada vez más remotas del país de Gales. Su obra poética comienza con The Stones of the Field (1946) y termina, cincuenta años más tarde, con No Truce with the Furies (1995). En español, puede leerse Antología poética (Ediciones Trea, 2008, edición bilingüe, en traducción de Misael Ruiz Albarracín).

En sus primeros poemas, marcados por su experiencia en pequeñas comunidades rurales, se irrita y compadece a un mismo tiempo de los campesinos, describe sin complacencia la actitud adocenada de sus feligreses y, en conjunto, ofrece un retrato desolador del medio que reivindica. Durante veinte años y dieciocho poemas alimentó la figura de Iago Pryterch, un campesino incapaz de oponerse a su destino. El personaje, fruto del fracaso del poeta por hallar un héroe rural, es, a pesar de todo, un «vencedor en la batalla». A partir de los años setenta, su poesía se volvió más introspectiva y filosófica. R.S. Thomas pasó los últimos años de su vida en Aberdaron, al oeste de Gales, frente a al santuario ornitológico de la isla de Bardsey. En 1996 fue nominado para el premio Nobel de literatura.
Por cortesía del editor y del traductor Las razones del aviador ofrece tres poemas procedentes de la mencionada antología y uno inédito, «El claro en el seto».