16.10.10

fernando menéndez / poemas inéditos de penúltimo danzante

el miedo a la crónica ya quiere que escriba en tiras / hay cuadernos que complacen todos los formatos / el mío de desproporción / un gran simio que llora por las vetas de una canica / el niño aspiraba a sacar del cristal las listas de colores y machacaba contra la acera / buscando el orificio imposible / el primer quiebro a la mortandad / nunca quise separar el trigo de la cizaña / adoptar la prevención / caminando estos días me di cuenta de que regrese o no regrese el furor / no hay continuidad si no hay brecha / desayunaba feliz pequeño burgués / y me congraciaba con el estupor del astro argentino / las páginas inesperadas que vuelven a pasarse morosas sobre el pont neuf / calvinismo propio de especialistas / sancionan el repecho que va de la abstracción a la folclórica y vuelta al caño / me contaron que sousa habla de mayúsculas genuflexas iglesia ejército estado / bien creía que la ocurrencia era ondulación / ahora que los virus se citan de nuevo pensé de ti un contagio / una influenza en el ingenio oscuro de la endogamia / como lector abro al azar y mi presencia se multiplica / gula de lectura / danzante de domingo / resistencia que se empapa de llovizna / esta tarde hay fútbol / ya sé de su grosera épica / pero no hay de qué preocuparse / diré finta y el engaño del atleta desvelará su profundidad / como las aguas mayores en el poema de eielson / unas tijeras y un oído irritable / es decir enamoradizo / así preveo el futuro / como lo oyes.

(José Miguel Ullán)


llevaría a los niños a la fosa / si van a cuarteles y centros comerciales que lean las listas de nombres en los muros / voluntariamente o por turnos / tiesa la mirada mayor / prematura / como ojos en franjas y hemisferios lejanos / la vida privada que sigue bajo palio / autoridad que sólo ve delito si se niega la procreación / llevaría a los niños / ellos son los adultos de este tiempo / sus padres tratan de imitarlos // ovidio antonio senén se apretaban como cachorros / años después enseñan / íbamos a la playa / era senén / sobre todo mira las casetas esas / las hice yo / tenía entonces tu tiempo / autobús de mayores y críos dóciles / papeletas y rumba / conocí aquel verano muchas playas / un nivel de vida / ensaladilla y parchís / pequeña victoria que soltarle a los muros / mientras los ramos ralos se colocan en la zona que dicen nueras y sobrinos que dijeron.


no esperaba de funchal biombos corredizos / cortinas veladas / angor de esfuerzo / como a las antiguas sibilas / las palabras sólo llegan a la boca de los cardiólogos por un por dios // el libro que chus me dijo que quizás si enterrar a los muertos lo tuve horas en mi regazo mientras las preguntas / las amenazantes / dieron el verdadero nivel / soy muy poco / angustia velada por la penumbra profiláctica / preventiva // la ternura asalariada de las enfermeras me confirma lo que tememos validar / nadie es intocable así que cómo no va a pedir disculpas / chus / foster wallace / como si fuera obvio lo que no es / comprende su prudencia / no somos nada / lo vi en los rostros serenos / forzados de mis padres / una mentira piadosa / una más / un nuevo sacrificio por su hijo / tranquilizantes y funchal // si vuelve el hormigueo que levante los brazos para un tiempo de elegías / si tengo el valor no habré sido en balde.


entiendes que pasado un tiempo volver a leer lo leído / cortázar y más resabios es un gesto elocuente de desesperación / que la lectura es antesala // me gustaba que se dijese otra vez hall con la seguridad con que la pronunciaba mi familia en los setenta // una palabra extranjera al colocar decidida paños de versalles / paga extra primer hijo / y al imitar uno va seleccionando su biblioteca como quien va descontando enfermedades / después aceptar que la escritura llega de la urgente necesidad de ser barroco / cumplir lo suficiente para dejar restos en el plato sin gravedad que me sancione / conseguir el gesto y la memoria suficientes // el respeto al fin y al cabo.

(Ritos, 1985)





Fernando Menéndez (Oviedo, 1966) es autor de los siguientes libros: En la misma piedra (1989), Estambul / Estocolmo (1994), Las estaciones desordenadas (1997), Historias somalíes (1998), Las formas del mundo (2001), El habitante de las fotografías (2003), Porque no poseemos (2008), Un hombre por venir (2008).

Fue miembro del consejo de redacción de la revista Solaria y miembro fundador de la colección de poesía Nómadas. Ha colaborado con publicaciones como El signo del gorrión, Los Infolios, Paralelo Sur, Zurgai, Letras Libres, literaturas.com y 7de7.com.

Más en el blog: hombrepop.blogspot.com.
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30.9.10

jordi doce / ensayo y error

Si hay algo que echo de menos en la crítica literaria –tal vez en toda crítica– es una mayor atención al error como categoría productiva, es decir, al error interesante, capaz de dar tensión a la escritura o abrir puertas que nadie sospechaba, el fracaso que vale menos por cuanto hace o deja de hacer que por cuanto promete. Ciertas páginas son fallidas, sí, pero su fallo es más fecundo y deslumbrante que muchos llamados aciertos, esos poemas o relatos o novelas que se limitan a reproducir con astucia lo ya hecho, lo sabido, lo sobado hasta el aburrimiento. Es cierto que quienes conciben la escritura como una rama de las artes decorativas sólo tienen ojos para esta clase de «aciertos», pues son los únicos que pueden enjuiciarse según un criterio de evaluación, digamos, objetivo: todo depende de si se ha seguido fielmente la pauta previa, el esquema retórico y formal que va asociado desde antiguo a tales ejercicios.
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A esta luz, cierta clase de errores son algo peor o distinto que una demostración de torpeza: son una falta de decoro, una ruptura del consenso tácito que permite a los practicantes reconocerse públicamente bajo una misma enseña, fundar un gremio, hacer fuerza. La censura estética se convierte muy pronto en censura moral. Tales errores significan que se han excedido los límites del campo donde se juega la escritura, esto es, que se pisa un terreno ilimitado en el sentido literal del término. Dado que todo pacto social es, primeramente, una fijación de límites, el trazado de una línea sobre la tierra que separa a propios de extraños, buscar lo ilimitado es volverse extraño, forastero, traidor. Es, de hecho, desterrarse a conciencia, desatender o incluso transgredir las costumbres y leyes compartidas, los códigos comunes. Cometer un error: errar: perderse por el mundo sin que nada ni nadie te asegure el regreso. El extravío se interpreta lo mismo en sentido espacial (no sabe dónde tiene la cabeza, tomó el camino equivocado) que social/moral: éste no sabe lo que hace, a ver qué se ha creído, ya le haremos pagar; como recuerda, exagerando un poco, la vieja expresión familiar: «a todo cerdo le llega su San Martín», esto es: el día de su sacrificio.
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Este tipo de frases se dicen y se piensan cada día en cualquier lugar del mundo. Forman parte de las estrategias de coacción con que el grupo somete o intenta someter al individuo. Y muchas veces -en realidad, casi siempre- lo consiguen. Acaso, en un estadio primitivo del proceso de socialización, es bueno que así sea, a fin de reforzar los vínculos comunitarios, los lazos de obligación mutua. Pero la salud del colectivo depende, en última instancia, de la existencia de emisarios que salten las murallas y vuelvan con noticias del más allá, eso que no tiene límites porque no ha sido cartografiado y nadie tiene una idea clara de su extensión, de su naturaleza. La palabra «idiota» tiene su origen en la voz griega idios, que puede traducirse aproximadamente por «particular», «privado» (aquel a quien sólo le interesaban sus negocios privados era, por tanto, un idiotes). Cuando una comunidad se niega a reconocer lo extranjero, lo diferente, se vuelve idiota en el sentido lato de la palabra y se condena a no crecer, a estancarse. De esta capacidad para reconocer y aceptar lo diferente, lo Otro, dependen nuestro equilibrio psíquico y nuestra supervivencia. De ahí la necesidad de traducir, de cifrar -ideas en signos, signos en signos de otra naturaleza-, de explorar, de preguntar, de crear. Y la creación comporta necesariamente un viaje extramuros, un viaje de ida y vuelta que despliega en la plaza pública el botín conquistado, los tesoros traídos de lugares remotos para pasmo de propios y de extraños. De los propios que sienten extrañeza, que se sienten extraños ante la novedad, la (mala o buena) nueva.
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El error (el errar) es pues una necesidad vital del grupo, un mecanismo de supervivencia, y no un simple capricho narcisista de quien ha decidido abandonarlo. La confusión –la sospecha– se debe quizá a la falta de disimulo o de sentido del cálculo del viajero, pues suele postularse libremente para la tarea, presentar su misión como una exigencia de la voluntad egoísta. Es él quien se hace cargo de infundir nueva vida a la comunidad, de transferir la sangre necesaria para su desarrollo. Lo que viene a decir, por cierto, que el valor de sus tesoros, los usos y costumbres que ha tenido el arresto de dar a conocer -esto es, el valor de sus errores- está determinado históricamente; lo que fue novedad ha dejado de serlo; el viejo error se ha vuelto rutina, cosa familiar.
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Northrop Frye

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Recuerdo, a este respecto, las palabras con que el crítico canadiense Northrop Frye cerraba uno de sus ensayos sobre Blake: «Otelo era una simple farsa sangrienta a ojos de lo que el erudito y perspicaz Thomas Rymer sabía de teatro. Rymer tenía toda la razón, dentro de sus limitaciones; es como la gente que dice que Blake estaba loco. No es posible refutarlos, pero su concepción de la cordura pierde todo interés... Me pregunto si estamos ante juicios críticos o ante simples aberraciones de la historia del gusto». Si Blake cometió numerosos errores -como acaso los cometió, siglo y medio más tarde, el Hughes de Cuervo-, se trata sin embargo de errores productivos, que abren puertas y permiten pensar o imaginar una línea distinta de escritura. Siguiendo a Frye, la sensatez irónica con que el escritor Ian Hamilton echó abajo literalmente el libro de Hughes no carece de gracia ni de fuerza argumentativa, pero me hace perder todo interés en lo que él entiende por ironía y sentido común, al menos como armas del juicio crítico. Comprendo de inmediato que cualquier herramienta, empleada de manera exclusiva, nos condena a ser siervos de sus ángulos muertos.
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W
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Vuelvo al comienzo de estas líneas. ¿Qué quiere decir, en realidad, que un escritor ha acertado, o que el libro de X es un acierto, un logro, como dicen algunas veces -no muchas, desde luego- los críticos de los suplementos culturales? ¿No es el verdadero acierto, en realidad, un error que a fuerza de insistir trasciende o incluso redime su triste origen, su mala semilla inicial? Suele presuponerse que al escribir decimos o podemos decir exactamente lo que queremos decir. Nuestro grado de destreza se mediría, así, por nuestra capacidad para dar en la diana, clavar la mariposa de la idea con un alfiler de palabras precisas y más o menos sugerentes. Mi experiencia, no obstante, me recuerda que sólo raras veces se tiene el blanco tan a la vista. Uno escribe por ensayo y error, a tientas, buscando las palabras para ideas cuyo sentido sólo entiende, propiamente, cuando halla las palabras que le suenan mejor o parecen más justas. Nunca sé del todo lo que quería decir hasta que lo he dicho, como demuestran estas mismas líneas. Así que uno camina y va probando, sopesa, ensaya, borra y vuelve a probar. Yerra, sí, se equivoca, y sigue errando hasta llegar a su destino, que no es nunca el previsto, o no del todo, pues emerge ante uno según lo va alcanzando. «Acertar» no sería, pues, sino el resultado de evitar los errores que infestan el camino, solventar los problemas que se presentan casi a cada línea. O dicho en forma de sentencia: «acertar», al final, es sólo una variante de la resignación.
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Jordi Doce (Gijón, 1967) es autor de los poemarios Lección de permanencia (Pre-Textos, 2000), Otras lunas (Premio Ciudad de Burgos; 2002) y Gran angular (2005), estos dos últimos en DVD Ediciones. Ha traducido a W. H. Auden, William Blake, T. S. Eliot, Ted Hughes, Charles Simic y Charles Tomlinson, entre otros. Coordinador de los volúmenes de ensayos Poesía hispánica contemporánea (con A. S. Robayna; Galaxia Gutenberg, 2005) y Poesía en traducción (Círculo de Bellas Artes, 2007), en prosa ha publicado Bestiario del nómada (Eneida, 2001), el libro de notas y aforismos Hormigas blancas (Bartleby, 2005), los ensayos Imán y desafío. Presencia del romanticismo inglés en la poesía española contemporánea (IV Premio de Ensayo Casa de América; Península, 2005) y La ciudad consciente. Sobre T. S. Eliot y W. H. Auden (Vaso Roto, 2010), el libro de artículos Curvas de nivel (Artemisa, 2005) y el diario La vibración del hielo (Littera Libros, 2008). Desde hace cuatro años tiene activo el blog Perros en la playa.
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15.9.10

álvaro valverde / 3 poemas

aquí

para Vicente Valero

Estás sentado solo frente al valle
con un libro en las manos
que abandonas a ratos
para poder mirar,
con la calma debida,
cuanto la vista alcanza.
Suena el silencio. A veces,
el rumor de las ramas
o el canto intermitente de algún pájaro.
Respiras hondo. Ves.
Aprecias uno a uno los momentos
que te concede este vivir al margen.
No haces tuya la queja
de los que quieren irse
pero que aplazan siempre
la ocasión de su huida.
Permaneces aquí
por propia voluntad:
es éste tu lugar.
Tú eres de él.


la encina solitaria

Está en una colina, la rodean
rocas, retamas, tierra
donde el árbol arraiga
y parece que apenas se sostiene.
Me la mostró mi padre cuando, niño,
paseaba con él entre los canchos.
Desde entonces retengo su presencia
con la necesidad de lo que dura.
Desde lo alto, observa la ciudad.
Es lo primero que distingo al volver.
Lo último que miro cuando salgo
de las murallas de este microcosmos.
Es algo más que una vetusta encina.
Sola, en su altura, sosegada, es cifra
de la vida a que aspira quien resiste.



la vida interior

para Antonio Moreno

Mi vida es interior.
Vivo hacia dentro,
hacia aquello que allí
se oculta oscuro.
A través de los ojos
la luz entra en estancias
vacías y en penumbra
donde el tiempo se muestra
opaco, inescrutable.
A solas y en silencio
me paro a contemplar
lo que me pasa.
En un rincón angosto,
con aspecto de claustro,
donde canta una fuente
que visitan los pájaros.
Desde ese sitio escucho
la vida que a lo lejos
se me va para siempre. 

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Álvaro Valverde (Plasencia, 1959) ha sido coordinador del Plan Regional de Fomento de la Lectura, director de la Editora Regional de Extremadura, presidente de la Asociación de Escritores Extremeños, así como cofundador de la revista hispano-lusa, en dos lenguas, Espacio/Espaço escrito y director, junto a Jordi Doce, de la colección de poesía Voces sin tiempo.

Es autor de los libros de poemas Territorio, Las aguas detenidas, Una oculta razón (Premio Loewe), A debida distancia, El reino oscuro, Ensayando círculos, Mecánica terrestre y Desde fuera, los tres últimos publicados en la colección Nuevos Textos Sagrados de Tusquets.

Está incluido en algunas antologías de referencia y sus poemas han sido traducidos a diversos idiomas.

Ha publicado las novelas Las murallas del mundo y Alguien que no existe, y los libros de ensayo literario El lector invisible y Lejos de aquí.
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8.7.10

charles simic / una mosca en la sopa

Hace treinta años, cuando vivía en Nueva York, me quedaba casi todas las noches despierto escuchando los farragosos soliloquios de Jean Shepherd en la radio. Era un programa en el que se decían muchas cosas interesantes y se podía escuchar un poco de música. Una noche contó una larga historia que todavía recuerdo sobre cierto ritual sagrado que practicaba una tribu amazónica. A grandes rasgos, era algo así.


Una vez cada siete años los miembros de esta remota tribu cavan un profundo agujero en la espesura de la selva y dejan allí a su mejor flautista. Después, los miembros de la tribu se despiden de él para no regresar jamás. A los siete días, el flautista, con las piernas cruzadas en lo hondo del agujero, empieza a tocar. Los miembros de su tribu no pueden escucharle, por supuesto, sólo los dioses pueden hacerlo, y de hecho esa es la finalidad del rito.


Según Shepherd, que no tenía ningún reparo en engañar a sus insomnes oyentes, un antropólogo había permanecido escondido durante el ritual y había conseguido grabar al flautista. Esa noche, Shepherd iba a emitir aquella grabación.


Me pareció espeluznante. Un hombre a punto de morir, aturdido por el hambre y la desesperación, reunía las pocas fuerzas y la fe en los dioses que le quedaban. Un Orfeo del Nuevo Mundo, pensé.


Shepherd siguió hablando y hablando hasta que por fin, en el silencio de la madrugada, en mi cuchitril de la calle Trece Este, se escuchó el sonido débil y sobrenatural de la flauta: un lamento solitario e infinitamente triste mezclado, de vez en cuando, con la respiración todavía audible de aquel ser vivo resignado a aceptar la terrible situación en la que se hallaba. En aquel entonces me dio igual que la historia fuera real o una invención de Shepherd, y sigo pensando lo mismo. En realidad, todos vivimos en el fondo de nuestro agujero particular, incluso aquí en Nueva York.


Todas las artes tienen que ver con el callejón sin salida en el que nos encontramos. Es su atracción fatal. «Las palabras me fallan», suelen decir los poetas. Todo poema es un acto de desesperación o, si lo prefieren, una tirada de dados. Dios es el público ideal, sobre todo si no puedes dormir o si te encuentras en un agujero en el Amazonas. Si falta, peor todavía.


El poeta se sienta ante el papel en blanco con la necesidad de decir muchas cosas en el espacio limitado del poema. El mundo es enorme, el poeta está solo y el poema no es más que un fragmento de lengua, una pluma que rasga el silencio de la noche.


Puede darse el caso de que el poeta quiera hablarte de su vida. Un puñado de imágenes resultantes de un fugaz momento de felicidad o lucidez extremas. El anhelo secreto de la poesía es detener el tiempo. El poeta desea rescatar un rostro, un estado de ánimo, una nube en el cielo, un árbol en el viento y tomar una especie de fotografía mental de ese momento en que el lector se reconoce a sí mismo. Los poemas son instantáneas de otras personas en las que nos reconocemos a nosotros mismos.


Por otra parte, el poeta se ve empujado a decir la verdad. «¿Cómo debe expresarse la verdad?», se pregunta Gwendolyn Brooks. La verdad importa. Acertar importa. El consejo del realista es: abre los ojos y mira. Los defensores de la imaginación aconsejan: cierra los ojos para ver mejor. Hay una verdad que se percibe con los ojos abiertos y otra a la que se accede con los ojos cerrados, y a veces estas dos verdades no se reconocen cuando se cruzan por la calle.


Además, uno querría decir algo sobre los tiempos en los que vive. Toda época tiene sus injusticias y sus sufrimientos desmedidos, y la nuestra no es ni mucho menos una excepción. Hay que enfrentarse a la historia de la maldad humana, y todos los días encontramos nuevos ejemplos sobre los que reflexionar. Se puede pensar en ello todo lo que se quiera, pero comprenderlo ya es otra historia. Vivimos en una época en que hay cientos de formas de explicar el mundo. Se puede creer en cualquier cosa, en todas las religiones y en todas las variedades de cientificismo. Quizá la tarea de la poesía sea rescatar los vestigios de autenticidad que todavía se pueden encontrar en las ruinas de los sistemas religiosos, filosóficos y políticos.


Además, uno querría escribir un poema tan bien acabado que hiciera honor a la tradición representada por Emily Dickinson, Ezra Pound y Wallace Stevens, por nombrar tan sólo a algunos maestros.


Por otra parte, uno espera superar esa tradición, revolucionarla y ponerla del revés, y encontrar un espacio vital propio.


Por otra parte, uno querría entretener al lector con ayuda de deslumbrantes metáforas, arrebatos de imaginación y declaraciones desgarradoras.


Por otra parte, la mayor parte del tiempo uno no tiene ni idea de lo que hace. Las palabras hacen el amor en la página como moscas en el calor del verano, y el poema le debe tanto a la casualidad como a la intención. Probablemente incluso más.


Esto no es más que una pequeña comanda de un enorme menú que sólo podría servir una de esas divinidades hindúes con muchos brazos.


Un gran defecto de la poesía, o uno de sus mayores atractivos –depende de cómo se mire– es que pretende abarcarlo todo. A la fría luz de la razón, escribir poesía es imposible.




Las predicciones que leemos tan a menudo que afirman que la poesía está a punto de desaparecer son completamente erróneas, tan equivocadas como la mayoría de las profecías intelectuales del siglo XX. La poesía demuestra una y otra vez que las teorías generales no funcionan por sí solas. La poesía es la serenata del gato bajo la ventana de la habitación donde se escribe la versión oficial de la realidad. Los críticos académicos escriben, por ejemplo, que la poesía es un instrumento de la ideología de las clases dominantes y que todo es política. Resulta que los que atormentaban a Anna Ajmátova eran en realidad sus ángeles de la guarda. Pero ¿y si los poetas no estuvieran locos? ¿Y si fueran capaces de transmitir el sentimiento de un periodo histórico mejor que nadie? Obviamente, la poesía capta algo esencial de los seres humanos, algo que suele pasar desapercibido, y es esta cualidad inefable la que ha garantizado su longevidad desde siempre. «Para vislumbrar lo esencial… quédate todo el día tumbado y quéjate», dice E. M. Cioran. La poesía es mucho más que eso, por supuesto, pero como comienzo no está mal.


Los poetas líricos perpetúan los valores más antiguos de la Tierra. Afirman la experiencia del individuo frente a la de la tribu. Emerson decía que ser un genio equivalía a «creer en lo que piensas, creer que lo que consideras bueno para ti en lo más profundo de tu corazón lo es para el resto de los hombres». Desde los griegos, la poesía lírica siempre se ha basado en ese presupuesto, pero Whitman y Emerson lo convirtieron en la premisa fundamental de la poesía americana. Todo lo que hay en el mundo, sea profano o sagrado, debe ser examinado de nuevo a la luz de la experiencia personal.


En este lugar y en este momento, me asombro de estar viviendo mi vida… El poeta americano es el ciudadano moderno de una democracia que carece de una base histórica, religiosa o filosófica definida. Los marxistas solían burlarse de este tipo de afirmaciones y decían que eran «típicas del individualismo burgués». «Les encanta oler su propia mierda», decía un conocido mío aludiendo a los poetas. Era maoísta y la idea de que cada ser humano pudiera encontrar su propia verdad le resultaba incomprensible. Con todo, esto es lo que pensaban Robert Frost, Charles Olson e incluso Elizabeth Bishop. Eran realistas que todavía no habían decidido qué es la realidad. Su poesía defiende la santidad de esa búsqueda en la que la realidad y la identidad se redescubren eternamente.


No es en la imaginación ni en la identidad en lo que confían nuestros poetas ante todo, sino en los ejemplos, las narraciones o las experiencias concretas. Los poetas todavía tienen mucho de diarista puritano. Como sus antepasados, introducen observaciones sobre el estado de su vida interior en entradas de su diario que hablan del clima. El problema de la identidad siempre está presente, al igual que la persistente sospecha de que la existencia carece de sentido. La premisa de trabajo, sin embargo, es que cada individuo es representativo hasta en sus preocupaciones más íntimas, que el «problema estético», como ha dicho John Ashbery, es un «microcosmos de todos los problemas humanos», que el poema es el lugar donde el «Yo» del poeta, por cortesía de una alquimia visionaria, se convierte en el espejo de todos nosotros.


«América no está acabada, quizá nunca llegue a estarlo», dijo Whitman. Nuestra poesía es la conciencia dramática de ese estado. Su herejía consiste en considerar que una parte de la verdad es la verdad absoluta y en convertirla en «un lugar donde refugiarse temporalmente de la confusión», según la famosa formulación de Robert Frost. En física, lo infinitamente pequeño contradice la ley general, y lo mismo se puede decir de la buena poesía. Lo que nos gusta de ella es la naturaleza democrática de sus valores, su actitud temeraria, su individualismo y su libertad. No hay nada más americano y más esperanzador que la poesía americana.




Un perro negro encadenado menea la cola cuando paso a su lado. La casa y el granero de su amo se comban como si fueran a hundirse aplastados por el cielo. En el porche y en el patio mi vecino almacena coches viejos, cocinas, neveras, lavadoras y secadoras que trae del vertedero municipal para, en un futuro, darles un uso que no está claro, todavía por decidir. Todo está roto, oxidado, desmontado y disperso, excepto una incongruente estatua de escayola de la Virgen que parece nueva y que mira hacia abajo, como si se avergonzara de estar allí. Detrás de su casa, sobre el lago, se puede ver una espectacular puesta de sol invernal, como las de los cuadros que venden en la sección de ofertas de los grandes almacenes. Por lo que respecta al flautista, recuerdo haber leído que en los lejanos desiertos del sudoeste se pueden encontrar figurillas hechas con cerillas en las paredes de algunas cuevas y que algunas de ellas tocan la flauta. En New Hampshire, donde escribo esto, tan sólo se encuentra esta casa oscura, la estatua fantasmal, el silencio de los bosques y la fría noche invernal que cae a toda prisa.




Ofrecemos un adelanto, el capítulo 23, de Una mosca en la sopa [A Fly in the Soup], libro de memorias del poeta norteamericano Charles Simic que aparecerá a finales de año en Vaso Roto Ediciones en traducción de Jaime Blasco. Agradecemos a los responsables de la editorial su permiso para reproducir este capítulo en Las razones del aviador.

Charles Simic (Belgrado, 1938) emigró a los Estados Unidos en 1954, tras una infancia marcada por los difíciles acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial. Figura en la actualidad entre los poetas más relevantes y conocidos de los Estados Unidos por la originalidad y fuerza comunicativa de su obra. Ha recibido numerosísimos galardones y reconocimientos: entre ellos, el de Poeta Laureado de la Biblioteca del Congreso en el curso 2007-2008, o el Premio Internacional de Traducción del PEN en 1970, o el Premio Pulitzer en 1990 por su obra The World Doesn’t End. En España se han publicado tres amplias recopilaciones de su obra: El mundo no se acaba y otros poemas, trad. Mario Lucarda, Barcelona, DVD Ediciones, 1999; Desmontando el silencio, trad. Jordi Doce, Lucena, 4 Estaciones, 2004; y La voz a las tres de la madrugada, trad. Martín López-Vega, Barcelona, DVD Ediciones, 2009.
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22.6.10

susana barragués / 4 poemas

De diez pesetas
 
De diez pesetas, echábamos cinco a la limosna,

con las otras cinco, comprábamos
peta zetas, caramelos ácidos, que explotaban en lengua.
Desde el banco, competíamos a lanzar pepitas de sandía
o huesos de aceituna, lo más lejos posible.
Después, en casa, escupía la cena,
sesos de conejo, lengua de ternera, callos de cerdo.
Mi madre me dejaba sola, frente al plato
en la cocina, yo miraba
formarse una película de grasa sobre la sopa
al vecino del patio
pasear desnudo.

No había ira en la inocencia, la crueldad
era pura, el júbilo,
intenso. Yo le daba
puñetazos a la almohada, rompía los cuadernos
si la caligrafía no me salía perfecta. Una vez,
de una patada, rompí la puerta.
Llevaba un vestido con dibujos de limones, lazos en el pelo, sandalias
blancas. Mi primer novio se llamaba
El Fuerzas. El paseo duró del caño a la cuesta. De allí
me fui corriendo, a cepillar
mi lengua con jabón.

El mundo luce, es primavera,
hay una lluvia de hierba,
pétalos, semillas, polen, dibujos de tiza por el suelo.
Quiero subir a un hombre cuerdo
a un helicóptero, conducirlo y ver
si nos matamos. Pero ya no podemos
morir haciendo algo temerario, es la muerte
la que nos sorprende a nosotros, la infancia es
ahora de otros, la perplejidad, la ira o la risa
son placeres viejos.

(Yo tenía ya veintiún años, él diez, u once, quería que yo fuera
a recogerle a su colegio. Pensé que sólo quería presumir
de que conocía a una extranjera. Le esperé en la puerta, le llevé a tomar
café, no recuerdo de qué le hablé.
El niño abrió mucho los ojos, lo tragó todo, no dijo nada.
«Nunca había probado el café, vomitó por la noche», me dijo la madre.
«Creo que está enamorado

de ti.»

Sí,
los que arriesgan
son ahora otros.)


No Contemplación


Ante todo, hay que dejar constancia de la satisfacción que me producía contemplarte. Esto es así, es correcto escribirlo porque es preciso, se ajusta a los hechos.

Hay que comprender también que esto no volverá a repetirse y asumir que es posible acostumbrarse.

Lo demás, describir el reflejo en tu pupila, el fuego, la asimilación súbita de tu pensamiento es humillar, reducir a vulgar el lujo que suponía poder observarte en silencio.

Tú no tenías visión sobre ti. Esto supone que la pertenencia de tu imagen me correspondía por entero en esos instantes. Sólo yo sé qué resplandor y sombra tenía tu rostro.

Que yo sepa, los relojes, las paredes, todavía no tienen ojos.

Yo te veía. Entre mi ojo y el tú contemplado, había una extensión, una concreción palpable, una colección de cosas. Tu señalabas y yo miraba donde se posaba tu vista. Veíamos a un tiempo el mismo objeto, por ejemplo, el trozo de un camión sobre un charco, una pieza de metal que brillaba con extraña intensidad.

El pasado sucede de forma rápida. El presente era infinito. Al escribir renuncio para siempre a que estar viéndote siga ocurriendo. Es decir, asumo el hecho de que verte forma parte del pasado.

Ante todo, hay que decir, que había una satisfacción en contemplarte. Esto es así, es correcto escribirlo porque es preciso, se ajusta a los hechos.

No voy a preguntar si ese trozo de metal sigue brillando, o éramos nosotros, la coincidencia de nuestros ojos posados sobre él, los que le hacíamos brillar.



Los locos dibujan
una raya de tiza,
se desnudan,
uno frente al otro.
Después soplan, suavemente,
sobre sus rostros.  Debajo
de las axilas, cada uno
lleva una perla.

Pierde el que la deja caer.


Video-haiku en colaboración Cecilia Molano




Susana Barragués (Bilbao, 1979) es licenciada en Ciencias Ambientales (Universidad de León, 2001) y en Humanidades (Universidad de Burgos, 2006). Ha publicado el libro de poemas Los hipódromos del corazón (Fundación Jorge Guillén, 2002), La campesina fascinada (Injuve, Ministerio de Igualdad, 2007) y el libro de relatos cortos Los ladrones de cerezas (Fundación Bilaketa, 2007. Estos últimos años ha desarrollado su labor profesional como analista de vientos para el desarrollo de parques eólicos, impartiendo además los talleres de creación literaria de la Fundación IPES Elkartea de Pamplona. En el 2009 es becada por la Universidad de Nueva York, ciudad donde reside actualmente, para realizar un MFA en Escritura Creativa.